El último performance de Diana Pornoterrorista

Crónica de la despedida de la nacida como Diana Junyent Torres, inmortalizada como Diana Pornoterrorista, madrileña que emigró a México, autora de Pornoterrorismo y de Coño Potens. Empuja la puerta del baño con fuerza y me arrolla sin querer. Yo estoy sola, a punto de sacar unas fotos de los orinales con macetas de La

El último performance de Diana Pornoterrorista

Crónica de la despedida de la nacida como Diana Junyent Torres, inmortalizada como Diana Pornoterrorista, madrileña que emigró a México, autora de Pornoterrorismo y de Coño Potens.

Empuja la puerta del baño con fuerza y me arrolla sin querer. Yo estoy sola, a punto de sacar unas fotos de los orinales con macetas de La Neomudéjar, un espacio de arte contracultural sin aditivos escondidísimo en Madrid. Sé que es ella porque la he visto cientos de veces en mi portátil, pero su olor corporal, también sin conservantes, me grita que estoy en el mismo baño que Diana Pornoterrorista. No me cuesta presentarme, porque hemos hablado alguna vez por Facebook.

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 –Vamos a fumar un piti tía que estoy nerviosa –responde al instante.

Nos sentamos en un patio. Diana habla a veces como mexicana y eso me enamora. Busca en su mochila su tabaco y veo un portátil. Arma un cigarrillo de liar y empieza:

 –Es que esto que voy a hacer no lo he hecho nunca. No había estado tan nerviosa en mi vida y son doce años en los escenarios. ¿Fumas? 

–Vale, pero es que no lo sé armar.

Con ternura me lía un cigarrillo y empieza a sacar unas fotocopias con fotos de hombres.

–¡Este era un desgraciado! –Comenta mientras los comienza a doblar en forma de cilindros tamaño meñique y los va forrando con condones que va destapando. Así seis veces, y uno, el más grande, lo enrolla diferente hasta que lo deja como una salchicha de papel. Veo que es el Vaticano.

 –¡Esto no empieza a las ocho ni de coña! –me dice mientras guarda todo. 

Abruptamente hace una llamada.

 –¿María? Que me he olvidado la leche. Tráeme una tía, sí, por aquí hay un chino para comprarla. ¡Puff! Gracias. Voy a pasar dentro para preparar todo. Estoy nerviosa. Y entonces se levanta para decirme:

 Gracias por el libro, ¿eh? Me lo tienes que firmar. 

Diana Pornoterrorista, un hito punk y sexual viviente, desaparece dejando la estela de su olor. Faltará un tiempo incalculable para que nos inviten a pasar a ver su performance. En este patio la media de edad no llega a los 25 años y cuento unas 30 mujeres y tres hombres. Casi todas ellas son pareja y se dan besos, se acarician mientras peregrinan en círculos por el museo. Una pareja baila salsa sin música; en frente un grupo bebe cerveza en lata y fuma porros.

 Es un viernes festivo en Madrid y muchos están de puente. Pero otros estamos esperando el last dance de Diana. Todos hemos reservado con días o semanas de antelación. No hay mejor manera de celebrar San Isidro, quien fue un musulmán zahorí, el provocador de lluvias, al igual que la inusual Diana J. Torres. 

–¡Pueden pasar! –dicen los organizadores. 

Entro a un teatro con unas cincuenta butacas. Hace más de una hora que sé que se han vendido todas las entradas. Quiero ser testigo de excepción, me voy a la primera fila y me siento en un papel que dice: HISTERIA.

Diana nos espera sentada con las piernas bien abiertas y las botas puestas, con una cámara de vídeo apuntando a su coño. La imagen es la misma que ven a diario los ginecólogos. Bizarra en los primeros instantes. Detrás, una pantalla emite la imagen ampliada. La vagina de Diana, con muy pocos pelos, y su mano cerca.

En segundos conecta con el público, esa masa de mujeres expectantes, viendo fijamente esa vagina a punto de eclosionar. Con un micrófono empieza a narrar el daño histórico que han sufrido nuestros coños. Y enuncia: coños ultrajados, coños violados, coños abusados, coños explotados.

 Para iniciar su inflamable discurso contra el patriarcado extiende sobre su vagina una imagen. Nos cuenta quién es la Puta de Babilonia, la gran ramera, montada sobre una bestia escarlata de diez cuernos. Y clama para que venga a la Tierra, ¡pero que venga ya!, grita entre las risas del público.

 Esto ya ha comenzado. Y tiene pinta de que el voltaje va a subir. He visto que su vagina tiene un punto blanco y he dudado si se trataba de algún flujo, pero mis sospechas se silencian cuando al pujar sale un condón que contiene la foto del Vaticano, al que con cinismo despelleja y sobre el que se pone de pie para arrojar un poco de pis blanco. ¿Pis blanco? Vamos a ver, no existe el pis de ese color. 

–¿Si se ve que es leche? –pregunta con picardía al tiempo que el Vaticano, desde el suelo, se emborrona de leche expulsada de una mujer por su mismísimo orificio genital.

 El siguiente en aparecer forrado en látex es el señor Sims, un precursor de la ginecología que a finales del siglo XIX experimentó con esclavas, a quienes les practicaba cirugías sin anestesia para encontrar solución a los problemas de fístula. Y la pornoterrorista relata que se conservan historias clínicas de tres esclavas: Anarcha, Betsy y Lucy. Con el cuerpo de Anarcha logró encontrar solución a las fístulas. La historia me deja con los pelos erizados, e investigo que este mismo Sims, a las blancas que se sometieron después a sus cirugías, sí que las trató con anestesia.

 Diana puja un poco, sale algo de fluido y de un condón extrae al segundo hombre de su vagina. 

Saluda a Colón, Mateo Realdo Colón, “descubridor” del clítoris. Se alegra de que ese órgano que sólo existe para el placer de la mujer (no tiene otra tarea) no haya sido bautizado con el apellido del autoproclamado conquistador. ¡Para eso ya tenemos al otro Colón!, gimotea Diana mientras sigue pujando con su órgano que todo lo puede.

 Se asoma envuelto en otro condón el cilindro del Doctor Skene, mentado por siempre como el responsable de todas las eyaculaciones femeninas, pues no tuvo una idea mejor que llamar a las glándulas prostáticas que halló en las mujeres con su nombre: glándulas de Skene. Diana, aparte de estar en un podio de eyaculadoras caudalosas (aunque es la primera que dice que las mujeres no deben obsesionarse con eyacular y que la próstata está presente en todas nosotras) dice que en un ratito nos piensa mostrar el agujero por donde eyaculamos, y yo me entusiasmo con esa idea, pues nunca he visto una clase de ginecología práctica tan a medida para disipar dudas.

Diana habla y habla porque controla el tema, porque lo lee, lo discute, lo vive y lo vuelve espectáculo. La eyaculación no es pis, no sale por el mismo agujero.

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 ¡A ver si queda claro! Aquí el público se contenta y hay una especie de momento placentero y dulce, pues en quince minutos que llevamos de performance se puede masticar que tanta carne y tanto orificio manifestante suelta al aire sus teledirigidos chorretes de ironía y tropezones de violencia, y los espectadores nos vamos tragando todo con esta pasividad que nos caracteriza. Y ella lo sabe. Por eso a veces pide ayuda del público. Cógeme la cámara, enfócame aquí, sostenme la luz, puede ir diciendo según se va dirigiendo de forma gonza. 

Si estaba nerviosa, ya no se nota, y aunque la música no empiece y la camarita de video se apague por batería, ella no desciende de su postura de parto hacia nosotras. Diana es dueña de un coño valiente que no puede quedarse callado.

 Me resulta admirable y duro a la vez. Admirable ella, y duro su coño. 

Alumbra con chorros de su vagina a los tres ocupantes restantes: Falopio, a Bartolino y a Freud. Con el último se desquita a gusto. Y lo culpa por “patologizar” lo que no era enfermedad. Suma seis nombres, seis hombres que han conquistado el terreno de la mujer, queriendo significarlo a su manera.

 Cuando lo cuenta me imagino a la mujer como si fuera un satélite, o la misma luna, y el hombre, pionero y valiente astronauta, llegando al insólito cuerpo celeste, le pone una bandera, le saca fotos a su huella, suelta una frase lapidaria (o varias) y luego se sube a su transbordador, sintiéndose todo un conquistador exitoso. Y una cámara, que registra todo el suceso, muestra que a partir de ahí la luna permanecerá impávida viendo sus marcas y sus lotes de basura espacial con la que la han conquistado. Pero el destino de las colonias ya se conoce, y por lo mismo la luna se está despertando, y no precisamente de buen humor. 

Vuelvo de mi escapada espacial para enfocar a Diana. Me siento en un teatro de un coño vengador, herido, en un prófugo del sistema de los otros coños. Dudo que ninguna mujer de las que yo conozco tenga los ovarios para hacer lo que ella está haciendo delante de mí. Hablar con el coño, gritar con el coño, escribir con las herramientas de su coño.

 Coge el espéculo y se lo inserta.

 –¡No duele! ¿Eh? 

Eso que está haciendo y que veo en gran pantalla me estremece. 

–¿Ya se ve el cuello de mi útero? 

–No. No. Súbelo para arriba –grita una.

 –¡Ahí está!

 Y este otro agujero, dice didáctica, es por el que nos corremos. Y por aquí, a cada lado, están las glándulas de Bartolino, que son las que hacen que nos mojemos. Algunas han propuesto que deberían llamarse Betsy y Lucy. 

Termina su clase práctica. El tiempo se agota. Y el público tiene que dar el grito final. Cada uno tiene que ayudar a Diana a que termine un acto mágico que no puedo desvelar. Ella genera una alquimia diferente, reúne los poderes de muchas mujeres, y tiene un magnetismo fuera de las tablas. 

Como colofón un hombre mayor pide la palabra para definir lo que hemos generado con nuestro círculo, que él quiso llamar aquelarre. No me imaginé que fuera su padre. Qué peligro de performance, porque lo que parece imposible va sucediéndose ante mis ojos. 

Me acerco y me despido sin quitarme mi sombrero.

 –¿Vamos a tomar unas cañas? -me pregunta.

Imposible resistirme a tamaña invitación.

–¿Entonces, Diana, esta es la última perfo? 

–Sí. ¡Ya estoy hasta el coño!

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