«-Ay, mi hijito, no te preocupes, es
señal de que ya te estás convirtiendo
en una hermosa mujer».
Luis Zapata
El aberrante, el equívoco, el rarito, el marica, la jota, la vestida, el queer, el alegre, el cascanueces, el invertido, o simple y llanamente, el gay. Así es como la sociedad se refiere despectivamente –o quizá con cariño– a los hombres que gustan sentimental y físicamente de sus iguales. Es un hecho: aún existen personas para quienes la homosexualidad sigue siendo una aberración, pero se disfrazan, travisten la realidad, sonríen y celebran la supuesta apertura de la diversidad sexual en un país homofóbico. Pero qué podemos hacer, así es México: incongruente. El que avienta la piedra hacia adelante, la recibe por la espalda. En este lugar seguimos viviendo bajo códigos morales de antaño (heredados del Porfiriato, tal vez). Aquí, donde ser macho es la certidumbre de no haber vivido en vano. En este país, donde el culto al machismo tiene entre sus consecuencias la persecución regocijada de «lo diferente», de «lo terrible», de lo «contra natural». En México nos hemos pintado con los colores del arcoíris como un disfraz para simular aplausos de pie a la diversidad sexual, para fingir un progreso en la mentalidad, para sentir que se está a la par de los países europeos, pero la realidad es que la República Mexicana sigue enclosetada y, desde atrás de la puerta, habla.
Nuestro progreso inventado es nuestra mejor máscara. No hemos comprendido todavía que el clóset es para la ropa, no para las personas y, mucho menos, para las naciones.
A mediados del siglo XIX, hombres refinados y de buena clase social, ante la ceguera inducida de sus mujeres, solían verse en «reuniones privadas» con la intención de beber y fumar. Entrada una buena hora nocturna, los presentes se transformaban: algunos se vestían de mujeres, tenían encuentros íntimos entre ellos y hasta se rifaban jovencitos bien parecidos emulando a los antiguos griegos. Esto siempre a puerta cerrada, porque el hecho de abrirla tendría consecuencias graves que los sepultarían de por vida en el panteón de la opinión pública.
En el Porfiriato, el homosexual era catalogado como un enfermo mental, siguiendo las ideas del siglo XVII cuando la medicina se hizo cargo de la concepción clerical de la homosexualidad, viéndola como una patología o –hablando con precisión– como una incapacidad mental. Entre las voces reprimidas de los pacientes del Manicomio General de la Castañeda (hospital psiquiátrico fundado por Porfirio Díaz con la intención de presumir progreso médico-científico a 100 años de la Independencia Nacional), encontramos a muchos homosexuales (tanto hombres como mujeres) que fueron recluidos tras las puertas del llamado «castillo del horror», donde se les practicaban métodos de curación inhumanos: eran encerrados en jaulas en convivencia con enfermos venéreos, eran sumergidos en piscinas de agua helada y –en el caso masculino– algunos fueron obligados a tener relaciones sexuales con prostitutas que también vivían en ese lugar como pacientes.
Fue durante el gobierno del dictador mexicano que se llevó a cabo uno de los hechos más representativos en la vida gay de nuestro país, mismo evento que, según Carlos Monsiváis en su texto “Los 41 y la gran redada”, inventó la homosexualidad en la esfera pública mexicana. El baile de los 41 fue el escándalo más sonado en los tiempos del Porfiriato. En noviembre de 1901, la policía local realizó una redada para detener a un conjunto de hombres «desviados», 19 de ellos vestidos de mujer, que bailaban y hacían actos impúdicos protegidos por las paredes de una casona en la calle de la Paz. Entre los 42 detenidos se encontraba Ignacio de la Torre, yerno de Porfirio Díaz. Cuando el gendarme de la Cuarta Calle de la Paz llegó ante el presidente para darle la noticia, le dijo orgulloso de su labor: «Agarramos a 42 maricones, mi general…». Pero fue interrumpido: «Son 41. ¡Y se calla!», respondió tajantemente el mandatario, eximiendo a su incómodo yerno. La anécdota de los 41 convirtió este número en un símbolo para los homosexuales en México.
Muchos clubes nocturnos de la Zona Rosa estuvieron coronados con un gran 41 en luces neón, también se inventaron chistes peyorativos entre jóvenes y adultos machistas, quienes solían burlarse del afeminado diciéndole «Tú eres el 42».
Este número se volvió de culto; pintores, caricaturistas, poetas y artistas utilizaron la cifra como un medio satírico para hablar del homosexual.
Por ahí de los años 20 nadie se atrevía a desafiar la virilidad posrevolucionaria. Todo eran bigotes a la Zapata o a la Pancho Villa, pantalones bien puestos, valentía, armas, pólvora y masculinidad. El revolucionario y los cachorros de la Revolución estaban condenados a ser hombres «hechos y derechos». Ya entrada la década de los 30, sólo un escritor valiente, un rebelde armado sólo con su pluma, pudo despojarse de tabúes y así destartalar los dictados de la sociedad mexicana ultraconservadora. Me refiero a Salvador Novo (1904-1974), hombre de palabras escandalosas y sonetos incómodos, cuya preferencia sexual jamás estuvo oculta. Novo no sólo presumía de su amor por los hombres, sino que también se presentó como la primera loca de la cultura gay mexicana: sumamente amanerado, se depilaba las cejas, usaba pelucas, se rebosaba las mejillas con polvo de arroz, se delineaba los ojos y se pintaba los labios. Su conocida predilección por maquillarse y su efigie de híbrido sexual, lo llevaron a ganarse un título que los diarios nacionales se encargaron de popularizar: Nalgador Sobo.
A Novo lo siguieron el grupo de los Contemporáneos que, aunque no todos eran homosexuales, compartían ideales de liberación que proponía una literatura sin ataduras, donde la palabra fungiera como espada y coraza al mismo tiempo para hacer frente a los vetos y supersticiones de una sociedad mojigata.
Si bien es cierto que la homosexualidad masculina ha existido desde tiempos remotos, quizá no con nombre, pero sí en esencia. Antes, en la Grecia Clásica y la Antigua Roma eran comunes las relaciones entre hombres, específicamente entre señores maduros con chicos muy jóvenes, casi adolescentes. Ya el Marqués de Sade legitimó en sus relatos a la homosexualidad como algo natural, pues, al igual que otras manifestaciones sexuales, formaba parte de la existencia humana. Pero no fue sino hasta mediados del siglo XX que la homosexualidad masculina comenzó a tomar partido dentro de la cultura global, y a hablar de ella sin tapujos.
En la literatura, autores como Adolfo Caminha, Gore Vidal, James Baldwin y Umberto Saba incluyeron a personajes gays nada estereotipados en los roles principales de sus novelas; en el caso de México tenemos la novela de Juan Villoro, “Materia dispuesta”.
También el cine dio un giro en sus guiones al incluir a personajes sugerentes en películas como “Satiricón”, “Teorema”, “Cabaret”, “L’homme blessé”, “Les roseaux sauvages” y “J’embrasse pas”; en el caso mexicano tenemos películas como “El cumpleaños del perro” y “Modisto de señoras”, cuyos personajes principales muestran a los homosexuales caricaturizados al grado de convertirlos en una mofa, más que en un rol serio dentro de los filmes.
A partir de 1970, la jerga homosexual creció en su contenido, surgiendo así palabras que algunas veces sólo eran comprensibles entre homosexuales: «Te invito a una fiesta “de ambiente”», «Ese chico es “de onda”», «No salgas con él, es un “chichifo”», «Me gusta mucho, pero es “buga”», «A él yo sí le hacía un “güagüis” sin problema».
A partir de la década de los 80 se incluyeron a los homosexuales en la televisión. En la actualidad no hay telenovela mexicana que no presente a un personaje gay, ahora sin la exageración de mal gusto en sus actuaciones, es decir, sin que los personajes sean afeminados al grado del ridículo, sino todo lo contrario.
Como lo muestra la historia cultural de las clases rechazadas, siempre hay un momento en el que «los marginados» toman la bandera de libertad para derrocar a los viejos regímenes. Actualmente, la comunidad lésbico-gay mexicana ha tomado el papel del revolucionario ante los ideales conservadores de antaño. Celebran con gusto la apertura de una puerta que permaneció cerrada durante siglos. Es necesario que se abra la puerta del clóset y creo que, en algún momento, será necesario derrumbarla de una patada. Que así sea.
Te compartimos una lista de 10 películas para celebrar la diversidad sexual, que puedes acompañar con alguna de las 10 recetas de lasaña poco conocidas.