Generalmente, cuando nos hablan de Woodstock únicamente pensamos en los artistas que hicieron posible el histórico festival y que fueron inmortalizados un año después en el documental del mismo nombre. Recordamos a Jimi Hendrix reinventar al himno de Estados Unidos con ‘Star Spangled Banner’, a Santana hechizando a los presentes con su ritmo y sus acordes, y a Janis Joplin mencionando a los asistentes que la música únicamente es para pasar un buen rato y olvidarse de la mierda que te rodea.
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En pocas ocasiones nos detenemos a pensar en los verdaderos protagonistas del evento: los asistentes. La mayoría de estos jóvenes eran incomprendidos por la generación anterior: sus padres estaban llenos de orgullo, habían combatido y aniquilado al fascismo. Por si fuera poco, a estos niños la idea del progreso que movió a la humanidad por todo el siglo anterior no les decía nada. En las palabras de Stefan Zweig, tenían frente a ellos un mundo en donde la esperanza por el futuro había muerto:
“Para los hombres de hoy, que hace tiempo excluimos del vocabulario la palabra ‘seguridad’ como un fantasma, nos resulta fácil reírnos de la ilusión optimista de aquella generación cegada por el idealismo, para la cual el progreso técnico debía ir seguido necesariamente de un progreso moral igual de veloz”.
La juventud de la década de los setenta nació en un mundo en el cual la ciencia estaba al servicio de la autoridad y fabricaba bombas nucleares para acabar con los enemigos que se encontraban del otro lado del globo. Era una época en donde la aniquilación total estaba a la vuelta de la esquina y lo único que podían hacer era reírse en la cara de la muerte.
Era la mañana del 15 de agosto de 1969 y el lugar elegido era una una granja en el estado de Nueva York; el cartel del evento prometía tres días inolvidables de paz y música. Los organizadores del festival esperaban una asistencia de 100 mil personas, pero se llevaron la sorpresa de sus vidas cuando se presentaron a la cita 400 mil individuos deseosos de vivir una experiencia única.
La realidad que vivían no podía ser más oscura: la guerra de Vietnam cumplía catorce años de haber iniciado y la carrera armamentista entre Estados Unidos y Rusia estaba en esplendor. El llamado a Woodstock no pretendía combatir estos problemas, nadie buscaba acabar con el estado o llevar al proletariado al poder. La única intención era detener por un momento el reloj que marcaba la proximidad del fin del mundo; hubiera causado una mayor alarma que el sonido del festival fallara a que iniciara una guerra nuclear con los Soviéticos.
El número de asistentes colapsó las rutas que llevaban hacia el evento. Ante esta situación, miles de jóvenes dejaron sus autos en medio de la carretera para no perderse el inicio del evento; los bienes materiales y el consumismo eran hechos a un lado para que surgieran el amor y la libertad.
Una ceremonia impartida por Swami Satchidananda, líder religioso indio, inauguró tres días llenos de música, sexo y drogas. En este mismo tiempo, la sociedad estadounidense aceptaba que en las pantallas de su televisión aparecieran cientos de videos que mostraban los horrores de la guerra, mientras se indignaba cuando aparecían escenas que glorificaban la sexualidad. Durante el festival se echó por la borda esta doble moral, cualquier persona era libre de usar (o no usar) las prendas que quisiera y hacer el amor en el lugar que más le acomodara.
Woodstock se convirtió en un grito que buscaba la libertad a través del amor, pero este ánimo no era exclusivo de los estadounidenses. Los jóvenes mexicanos habían sufrido su guerra de Vietnam por medio de la guerra sucia comandada por las altas cúpulas del PRI. Para olvidarse por un momento de estos problemas, se organizó el Festival Rock y Ruedas de Avándaro; los asistentes al acontecimiento experimentaron una liberación sexual y espiritual similar a sus contrapartes estadounidenses. Ambos vivían una realidad oscura y la mejor forma de enfrentarla era a través del amor.
A fin de cuentas, la música era el medio ideal para romper con la sociedad que les rodeaba. Las figuras de autoridad les ordenaban que tenían que odiar al otro, ya fuera ruso o vietnamita. Ante este mundo, el amor se convirtió en una fuerza liberadora que le demostró al mundo que los jóvenes no le tenían miedo al futuro y lo único que querían hacer era disfrutar el momento que estaban viviendo.
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