Fáltame al respeto

Te presentamos un cuento erótico de Andrés Rojas: Marino era uno de los cabronazos del barrio. A cada tanto escurría su mirada entre las curvas que se dibujaban frente a sus ojos. Vivía a un lado de un gimnasio. Aprendió a mirar sin avisar, ensimismado en culos diversos, entallados y apretados. Como vigilante, yacía en

Fáltame al respeto

Te presentamos un cuento erótico de Andrés Rojas:

Marino era uno de los cabronazos del barrio. A cada tanto escurría su mirada entre las curvas que se dibujaban frente a sus ojos. Vivía a un lado de un gimnasio. Aprendió a mirar sin avisar, ensimismado en culos diversos, entallados y apretados.

Como vigilante, yacía en el mismo lugar todos los días desde las seis de la tarde. Su carencia era inmensa y su lascivo deseo, también. Al interior del gimnasio su flácido paquete se erectaba a media asta, suficiente para que aullara tan pronto llegaba al baño. Allí se la cascaba sin remilgos. Tan pronto acababa (no duraba mucho, a lo sumo un minuto a consciencia), regresaba al ruedo para seguir en la ensoñación estúpida.

¿Quién aguanta interminables desfiles de carnes vivas sin probarlas? Sólo mirar, sólo imaginar y después actuar en consecuencia.

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Entre ires y devenires Marino llamó la atención de una chica de no mal ver. Cuerpo ligero, culo redondo que hacía contraste con su delgada estructura corporal. Tenía unos ojos verdes que invitaban a perderse mar adentro. Sus cabellos rizados invitaban a despeinarlos al menos en la mente. Por ahora.

La chica tenía nombre: Laura. 

Ella se le acercó sin parpadear para presentarse. 

Una mujer decidida arrasa con ejércitos de dudas, aniquila escuadrones repletos de miedo dejando a su paso todo tipo de playboys que no se alineen a su estrategia. Una fémina segura es un espécimen magnético y sumamente irresistible.

Marino lo captó de inmediato. Jaló aire, erectó su pecho y se aprestó a responderle con ecuánime sonrisa:

—Soy Marino.

—Encantada. ¿Vives por acá?

Y siguieron las preguntas fútiles que aparecían a cada tanto para justificar el deseo que se respiraba en el ambiente.

Laura no le quitaba la vista y, sobre todo, de reojo escaneaba al cabronazo.

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Él no se quedaba atrás.

Se le paró el pensamiento hasta el tope. Desde el gimnasio hasta el Zócalo de la ciudad se podía izar la bandera del deseo y la represión, ciudades donde transitaba un día sí y otro también el marinero herrante. Esta vez sería cazado por “la presa”.

Siguieron más preguntas, se enfilaron a ciertos aparatos para levantar esperanzas y cachondeos.

Que si tomas de la mano esta barra te ejercitas mejor, que si te sientas de esta manera aprovechas más el aire, que si miras al espejo sabrás cómo vas, que si esto y aquello. Todo parecía ser pura poesía, de la más corrientita, pero lo que interesaba era fiar la caricia y cuanto antes, mejor.

Ambos lo entendieron, lo sintieron y actuaron en consecuencia.

Cuando el deseo se manifiesta, el silencio otorga indultos completos sin reserva.

Laura se escurrió hacia el baño. Marino hizo lo propio.

Pasaron los minutos. Siete para ser exactos. El hombre de media asta salió primero.

Esperó.

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Miró el panorama. “Bomboncitos” por doquier salían a escena.

Él ya esperaba a su “Bizcocho”. Esta noche caerá, pensó. Laura salió sonriente, resulta y libre, tal como llegó. Ambos se enfilaron a la puerta. La luna de testigo observaba a los espíritus ardientes dispuestos a fundirse en la hoguera del placer.

Ella sin pensárselo, apuró el paso. Un Marino dubitativo caminaba con confusión. Tal parece que la cachonda Laura eclipsó su hombría. Rengueaba mientras miraba el culo bamboleánte de su presa. Tantos años sin que cayera nada al gallinero y ahora que se postró la paloma, no atinaba a darle ni una migaja de amor.

De tanto pensar en el placer y jalarle el cuello al ganso, la agilidad mental brillaba por su ausencia.

Laura, incrédula, no registraba lo que veía. Ella estaba lubricada desde que llegó a ejercitar su cuerpo, nada despreciable. Caminaba ligera con una libertad sexual envidiable. Se acercó sutilmente al capo vencido y sin pensársela dos veces le reclamó:

—Bueno, ¿que no me vas a faltar al respeto?

Marino estaba tieso y no de lo esperado. Su mente era un desierto de confusión.

—¡Eahhhhh! Exclamó la fémina.

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Reaccionó ipso facto y se abalanzó al asunto. Metió mano en la humedad de Laura; sus dedos se hundían en el volcán encendido ante la expectativa.

Ella dejó escapar un ligero aullido. El campeón se motivó al ver la reacción provocada. Agarraron esquina a unos pasos del gimnasio y comenzaron a darse placer con esmero… Un par de coitos fueron suficientes para que el hombre cayera rendido a los pies del volcán. Laura apenas iniciaba. En trance y mirando a ninguna parte, comenzó a toquetearse con maestría. Conocía a la perfección sus rincones excitantes y espacios espasmódicos. Traía el ritmo y la música por dentro.

Marino observaba atónito y fue testigo de la erección de su mástil. La bandera del deseo izaba a pierna suelta. Como pudo, sacó la casta hasta que no pudo más. Laura se levantó con mirada retadora. Le plantó un beso y se largó hacia el fondo de la noche.

Sobra decir que Marino jamás volvió a verle. Se paseaba en el gimnasio con la mirada perdida. Un instante basta para cambiar el rumbo de una vida, y si ésta es aburrida, pues ya te imaginarás la revolución interna sufrida.

De Laura jamás se supo nada. Hoy Marino deambula en el gimnasio siguiendo la filosofía de Juan Escutia, el finado niño héroe que se envolvió en el lábaro patrio y se aventó al vacío. Tal vez ya era tarde, tal vez no. No obstante, Marino no perdía la esperanza. El mástil seguía a media asta. La desesperación no dejaba de izar de norte a sur. Cuando el respeto se pierde, el camino es incierto para aquellos que sólo han transitado por la rutina. En algún lugar de este tiempo, tal vez Laura estará ardiendo entre sus piernas y la luna observará el incendio, mientras Marino busque en un suspiro aquel arrebato vivido, hoy sufrido. 

La vida es así.

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