“El teatro se ha apartado de la vida,
por eso el público se ha apartado del teatro;
el teatro debe ser una vida liberada”.
Antonin Artaud
Con la finalidad de brindar al teatro un nuevo impulso creativo, desmarcarlo de los vicios cotidianos del hombre moderno, de la monotonía autogestora y paralizada de sus tramas, ya fuese debido a falta de emociones o con el fin de llevar al espectador a un nuevo sendero de experiencias, surge el trabajo de Antonin Artaud (1896-1948) y Samuel Beckett (1906-1989) los dos grandes innovadores del teatro moderno.
A más de 20 años, las obras de Samuel muestran que el teatro no debe asumirse con frivolidad y esterilidad emocional pues, al contrario de lo que en el siglo XX representaba la puesta en escena, el teatro debe causar las mismas emociones que en la antigüedad, mediante la tragedia y la comedia griega, logrando en los espectadores una nueva perspectiva anímica, desfasada y visceral. La premisa del teatro del absurdo es que debe, una vez más, conmocionar, si esto no sucedía, el teatro se volvería efímero, estaría condenado a la falaz impostura que desde W. Shakespeare se venía dando, sería olvidado y carecería de sentido, pues el sinsentido de la vida lo terminaría por devorar. Para Beckett, el teatro, entre más insólito, exagerado y ríspido, lograría encausar en el espectador una nueva percepción de sus emociones, esto con el fin de salvarlo, salvar lo poco que quedaba en escena mediante la memoria y no la linealidad de la historia que se representaba.
Debemos contextualizar: el teatro del absurdo nació –entre los años cincuenta– a raíz de los razonamientos y ensayos de Jean Paul Sartre y Albert Camus, estos, al notar lo absurda que resultaba la vida mundana, pregonaron bajo ese precepto existencial una nueva filosofía aunada al dolor y el desaliento. La palabra absurdo denotaba todo aquello que no tenía principio ni fin, lo que plasmaba mejor la futilidad de la vida humana después de la Segunda Guerra Mundial: la esperanza no existe, los sueños más ilustres del ser humano fueron arrasados junto con Nagasaki e Hiroshima. En este tipo de teatro “no se obtenía una imitación de la vida, sino una visión imaginativa de la vida”. De esta manera, fueron muchos los autores que adoptaron dicho pensamiento, llevándolo al plano de las artes escénicas, entre ellos Jean Genet, Arthur Adamov y Eugène Ionesco, dramaturgo que apostó devolverle su luminosidad al mundo por medio de la ruptura teatral y la exaltación de las pasiones comunes. Sin embargo, estas no fueron las únicas influencias del teatro del absurdo, en él también confluyeron autoridades tales como el teatro grotesco Alfred Harry, el surrealismo, el dadaísmo y, por supuesto, las teorías de Antonin Artaud, el gran gurú del teatro contemporáneo.
Hablar de Antonin Artaud, así como de Bertolt Brecht, es inmiscuirse en los pasajes más relevantes que ha experimentado la dramaturgia hasta nuestros días. Cada uno por su lado, bajo enfoques distintos la mayoría de las veces, acorde en otras tantas; estos dos dramaturgos le devolvieron al teatro ese mero impulso del que más tarde Samuel Beckett se apropiaría con el fin de hacer vibrar los escenarios. Cada uno, Brecht desde las fronteras del pensamiento político, el activismo y la religiosidad, hasta Artaud, con su primitivismo, ejercicios seculares y propuestas mágico-evidentes, se sumaron al nuevo confín del arte por medio del enajenamiento práctico, dejando la puerta abierta hacia la experimentación y la libre exégesis de los más esenciales motivos escénicos: hacer sentir que el ser humano sigue vivo.
Beckett guarda una relación más estrecha con la teoría del teatro de la crueldad, pues para Artaud el teatro occidental estaba muerto, igual que el dios cristiano; sólo queda una extensa llanura entre el actor y el público, ya no existen, para aquellos entonces, una emoción más fuerte que la del comercialismo dramático, el arte se vuelve en otro más de los vicios modernos cuando, en realidad, su función reside en lo espiritual, en el plano de lo anímico. El teatro de la crueldad intenta penetrar directamente al espectador, atentar contra su inteligencia, lastimar su sensibilidad.
En un ensayo titulado El teatro y su doble, Artaud segura: “El teatro debe ser altar vibratorio donde el hombre se reúna con fuerzas cósmicas divinas; el teatro debe convertir al espacio en cuarzo mágico donde la percepción humana se acalore en una luz trascendente”. Otra vez se elige encausar permanencia en la memoria del ser humano, tal y como sucedía en el teatro clásico griego o en el teatro náhuatl: hacer del espectador parte de la obra, porque la obra es en sí la vida misma. Sin embargo, por mucho que haya sido el esfuerzos de Artaud para que esto se llevara a cabo, en realidad todas sus propuestas se han quedado en el plano de la teoría, las puestas en escena que él mismo realizó para demostrar su nueva tendencia llamada teatro de la crueldad, fueron un verdadero fracaso, pues nadie experimentó en realidad lo que Antonin tanto manifestaba. Aquí es en cuando coincide el teatro del absurdo, al que podríamos catalogar como una continuación de lo que Artaud esperó revelar a través de sus pensamientos teóricos, Beckett lo lleva a la práctica y de una manera fehaciente, conmovedora. Pienso sobre todo en las obras Final de partida y Esperando a Godot.
Beckett extrae de todas las influencias posibles para ser uno de los grandes representantes del teatro del absurdo, su tarea está cumplida en cuanto vemos una de sus obras en escena. La liga más acorde se encuentra en el teatro de la crueldad de Antonin Artaud y aunque los años hayan pasado y nos encontremos a más de sesenta años de distancia, podremos notar que los trabajos que se realizan actualmente en el mundo teatral no distan de estas magnas influencias establecidas en Europa.
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