Cuando escuché por primera vez el tema musical «Llórame un río», de Descemer Bueno y Waldo Mendoza, me invadió una frustrante sensación de soledad e indefensión. Me encontraba rodeada de personas que tarareaban con los pulmones saturados de pasión, como si se tratara del nuevo «Hymne à l’amour». Estaba presenciando un franco proceso de consumo cultural y de interacción artística; aquella breve experiencia me parecía humillante, ¿estaba siendo agredida por medio de una expresión artística? Pensé entonces en el inmenso poder de convocatoria de las artes en general y de la música en particular, y en cómo muchas veces acudimos a distintos espectáculos sin preguntarnos muchas veces hacia dónde vamos.
Probablemente, las artes constituyen uno de los depósitos más antiguos de conocimiento, funcionan como proyectistas de los puentes más sólidos de interacción humana, y contienen grandes componentes educativos, informativos, emocionales y reguladores del comportamiento, imprescindibles en la formación de valores y órganos vitales del proceso de comunicación. La música, como miembro ilustre dentro de las artes, presume de un potente efecto de halo emocional, indispensable en cualquier etapa y escena del ciclo vital: necesitamos música para amar, para sufrir, para encontrarnos, para entendernos, para definirnos; para convertir al cuerpo en vehículo de nuestros afectos, para catalogar cualquier dinámica que nos concierna. Sin embrago, cada vez que desempeñamos el rol de receptores de arte, ¿cumplimos adecuadamente con las funciones asociadas al mismo? ¿Lo asumimos críticamente o no? ¿Somos capaces de diferenciar calidad y valor artístico?
La historiadora del arte y feminista sudafricana Griselda Pollock, nos recuerda que todo cuanto nos han enseñado sobre las artes, guarda relación con los modos de apreciación de la grandeza y virtuosismo de los artistas, así como con la calidad de los objetos artísticos, olvidando la importancia de estudiar la totalidad de relaciones sociales que dan forma a las condiciones de producción y consumo de los objetos de arte. La finalidad de la producción artística no puede limitarse al surgimiento de un «público capaz de goce estético», debe ir en busca de personas con capacidad de cuestionamiento, de crítica social, de reconocimiento de las artes como cronistas del momento histórico, atemporales por su valor pero no por su contenido y, especialmente, síntesis de imaginarios sociales.
Los imaginarios son aquellas significaciones a nivel simbólico que permiten una interpretación de la realidad. Constituyen una suerte de lectura compartida sobre fenómenos que atañen a una época particular, configurando sentidos igualmente compartidos. Trascienden la conciencia individual y se fundan como conciencia colectiva, convirtiéndose en referentes incuestionables y fundamentalmente estables, propiedades que les permiten normalizar cualquier práctica social.
El filósofo greco-francés Cornelius Castoriadis ofrece una interesante taxonomía en la que se distinguen dos tipos: los imaginarios instituidos como principios axiomáticos, imposibles de poner en tela de juicio y condicionantes del funcionamiento social; y los imaginarios instituyentes que fungen como catalizadores de transformación social, al pretender romper con lo instituido. El proceso a través del que los imaginarios se transmiten y legitiman es la socialización, cuyos principales responsables serán «los/as otros/as», denominación que reciben múltiples agentes socializadores/as entre los que destacan las artes.
Mi indefensión inicial derivó en cuestionamiento: ¿«Llórame un río» buscaba reforzar el «Llanto en femenino» como parte del imaginario instituido? ¿Se trataba de un reforzamiento de la desigualdad? El llanto ha sido una expresión asignada tradicionalmente a las mujeres, en correspondencia con características que nos han descrito como emocionales, débiles e indefensas. En oposición, ha sido una expresión reprimida para varones, ya que es incompatible con la racionalidad y fortaleza que configuran su masculinidad. Estas diferencias se inscriben en el sistema de normas y valores de la sociedad patriarcal, que definen «las cosas propias de mujeres» y «las cosas propias de varones», lo cual conduce a la denominada sexualización del par: Mujer-Varón.
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Ocurre que tal sexualización no queda trazada en el plano de la mera diferencia; «Llorar» tiene un valor social, como mismo ser «débiles» o «fuertes». Estas asignaciones de valor devienen en una jerarquización del par, facilitando un análisis silogístico del tema: Si «Vale más no llorar que llorar, porque llorar es de débiles y no llorar de fuertes» Y, «Las mujeres lloran y los hombres no» Entonces, «Valen más los hombres fuertes que no lloran, que las mujeres débiles que sí lo hacen».
«Llórame un río» se enmascara como discurso idílico, inofensivo, una «canción romántica», incomparable con el tan criticado «reggaetón», que vende los cuerpos femeninos (explícitamente) como objetos de deseo sexual. Sin embargo, considero este discurso artístico de la «canción romántica» mucho más pernicioso, residiendo su mayor peligro en la transformación de las mujeres de objetos sexuales a objetos de amor, impidiendo que sean promovidas al mismo status de los hombres en la jerarquía, en tanto seguirán siendo pensadas (y cantadas) como objetos.
De acuerdo con la psicoanalista y feminista argentina Ana María Fernández, estamos ante un ejemplo típico de «forma reciclada de subordinación», las cuales son más complejas e invisibles para el sometimiento femenino, y que nadie se atreverá a cuestionar de primera mano por utilizar al amor como excusa. Lo cierto es que llorar puede y debe ser una expresión liberada para mujeres y hombres, legítima como manera de sentir y exonerada de las cargas de flaqueza que se le han impuesto; pero jamás un vehículo de sometimiento. Ninguna mujer tiene que llorar para dar razón a un hombre, calmar su corazón, tenerlo de regreso en su cama, esperar las mañanas con él o escuchar sus canciones.
El universo de la canción permite que la interroguemos de muchas formas: ¿Cuál será el destino amoroso de las mujeres que no lloran? ¿Por qué necesita el «honor masculino» ser limpiado con lágrimas de «Mujer»? ¿Cuál es la sanción para los hombres que lloran, o para los que aceptan a las mujeres que no lo hacen? Pero la pregunta que no debemos dejar escapar jamás como receptores de cualquier manifestación del arte, será: ¿merecemos un arte reproductor de lo patriarcal-instituido, o un arte instituyente de equidad?
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Como bien se ha mencionado, el arte tiene gran incidencia e importancia en la educación de las sociedades, pero más allá de su valor contemplativo, su gran aporte sucede cuando nos lleva a la reflexión, por esa razón te compartimos Las preguntas para comprender las razones por las que el arte contemporáneo es el resultado de nuestra envidia.