Duele ser parte de esta esfera egoísta y sin mucho sentido a la que llamamos hogar.
No es ese dolor pasajero que se manifiesta en redes sociales cada que en algún lugar del mundo ocurre alguna desgracia, no puede ser resumido en un simple hashtag o con una publicación en Facebook. Se trata de una pesadumbre de entender por fin nuestra condición de humanos, el hecho de convertirnos en cómplices en el daño que miles de individuos le están —estamos— causando al mundo.
«Me dijeron que hiciera estallar un hospital, que entrara entre los pacientes y trabajadores y detonara una bomba».
—MAIMUNA, 16 años
«Tenía tanto miedo de que explotara por sí solo».
— FALMATA, 15 años
Lo que algunos conocen bajo el nombre de “síndrome del sobreviviente”, al final del camino es una culpa que nos invade al saber que atentados, como el del 11 de Septiembre de 2001 en Estados Unidos o el 7 de enero de 2015 en París, pudieron ser evitados al no dejar que nuestro fanatismo o las fuertes posturas a las que nos sometemos invadieran nuestros corazones. No fuimos nosotros quienes apretamos el gatillo o el dispositivo detonador; sin embargo, tampoco hemos hecho lo suficiente para impedir que todo esto nos afecte a nivel global. ¿De qué nos sirvió la fotografía de Michelle Obama sosteniendo un papel con el HT #BringBackOurGirls?
«Sentí lástima por las mujeres y los niños de mi objetivo».
— BALARABA, 20 años
«No puedo matar personas, especialmente personas inocentes».
— FALMATA, 16 años
Es cierto que los integrantes de Boko Haram liberaron a algunas de las chicas que, en abril de 2014, fueran secuestradas de una escuela en Nigeria, no podemos ignorar el hecho de que entre sus oscuros cuarteles —ocultos a lo largo de África— aún siguen resguardadas miles de menores que, más que rehenes, son parte de un oscuro catálogo de artillería. Condenadas a servir, si no como esposas de los guerrilleros, como bombas humanas.
«No quería una situación en la que yo soy la razón por la que alguien muere».
— FATIMA, 16 años
«Realmente no esperaba sobrevivir. Pensé que sólo tenía unos minutos».
— MARYAM, 16 años
En octubre de 2017, el New York Times tuvo la oportunidad de entrevistar y fotografiar a algunas de estas niñas, que, a pesar de su misión suicida, optaron por salvar sus vidas y rogar al ejército o alguien cercano que las ayudase a liberar su peligrosa carga. Todo mundo tiene miedo, pero algo en la imagen de estas pequeñas, además de desesperación, grita esperanza; y es que a pesar de que a unos cuantos metros sus captores esperan seguros a que se ejecute la misión, ellas han podido escapar del terror y contar a través de sus fotografías una breve referencia de ese tormento del que aún hoy muchas no pueden librarse.
«Sacaron un cinturón, me lo ataron a la cintura y me mostraron un botón para presionar».
— NANA, 13 años
«Me dijeron que por la gracia de Dios tendré éxito».
— MAIMUMA, 14 años
A diferencia de los terroristas kamikaze, a ellas no hace falta lavarles el cerebro. El líder de Boko Haram les dice con una sonrisa que están a punto de ir a un lugar mejor; y antes de que pueden pensar que ese lugar será su hogar, los cables y explosivos que cuelgan de sus cuerpos les dicen que en realidad se dirigen hacia el cielo. Después de haber sido agredidas sexual y psicológicamente, estas niñas vieron en esas bombas, más que la muerte, una tenue posibilidad de ser libres.
«Me dijeron: “¿Vas a acostarte con nosotros o quieres ir a una misión?”»
—AISHA, 15 años
«Me dijeron que me asegurara de estar lista para el cielo».
—AMINA, 16 años
Sin importar el miedo que ahora causa el hecho de ver a una niña o a una mujer vistiendo ropajes largos, los soldados o personas que decidieron apoyarles las trasladaron a centros de apoyo para personas desplazadas. A cambio de ese leve respiro de libertad, muchas de ellas viven bajo el terrible estigma de “haber formado parte” de uno de los grupos criminales más temibles que ha pisado el Continente Africano. En algunas comunidades, estas niñas son vistas como terroristas, a pesar de que es precisamente eso de lo que han tratado de escapar.
«Está atado a mi cuerpo. Tengo miedo de tocarlo».
— HADIZA, 13 años
«Me dijeron que fuera a la gran mezquita y me sentara entre los fieles».
— FATI, 14 años
La mayoría aún no saben dónde es que están sus familias o si siguen con vida…
¿Y a nosotros qué nos queda?
Esperar a que algún día encuentren a sus seres queridos y con ellos a la felicidad que tanto añoran, un hashtag vacío o nada, sólo esa mueca de incertidumbre que, por cierto, en ningún momento de la historia ha servido para solucionar un conflicto de esta magnitud… pero qué no daríamos por que ayudara al menos un poco.