A pesar de que Vincent Van Gogh es uno de los artistas más mediatizados en el contexto contemporáneo, poco se conoce realmente del profundo conocimiento que el artista tenía de la estética japonesa. Mucho se habla de sus largos años de turbulentas tribulaciones, así como del dominio que tenía del color y del manejo del pincel a pesar de no haber tenido jamás una instrucción académica formal en las artes. Sin embargo, no se dice mucho de la marcada influencia que tuvo la estética oriental en su propuesta artística: la obra de Van Gogh exhala suavemente tintes sutiles de Japón, que esconde detrás de una máscara trágica de una vida desafortunada.
Fue mucha la influencia oriental en la obra de Van Gogh, gusto que floreció en una de sus etapas más oscuras. Después de una época dura en París, decidió dejar la capital atrás para encontrarse con aires más nuevos y limpios. Es por esto que se mudó a Arlés, al sur de la provincia francesa: un pueblo más pequeño en medio del campo, donde —él suponía— podría encontrar un espacio creativo más fértil para desarrollarse de manera más libre. Varias de las cartas que escribió a su hermano durante su periodo en dicha localidad revelan que, en estos años, el artista desarrolló una obsesión sutil con los grabados nipones: con el trazo, con las tonalidades, con las impresiones etéreas que los orientales tenían del paisaje.
Este entusiasmo resulta casi natural, dada la línea estética que el artista holandés siguió a lo largo de su producción artística: siempre dirigida hacia el campo, siempre tendiente a buscar otros dobleces desconocidos del color. No obstante, es interesante que Van Gogh haya encontrado esta motivación en el ambiente rural de Francia, al que siempre relacionó extrañamente con el paisaje japonés. A pesar de que nunca tocó tierras niponas, el artista encontraba una concomitancia importante entre el campo francés y el oriental. Quizá, en la simpleza de las representaciones orientales de la nieve, del silencio, de la suavidad del sol. También se aprecia en varias de sus naturalezas muertas, así como en el aislamiento de objetos en un único plano, y en la carencia de horizonte que algunas de sus pinturas muestran.
La influencia oriental en la obra de Van Gogh, sobre todo enfocado en Japón, se ve reflejado recurrentemente en los ejes temáticos en los que su obra se cimienta. El acento meditativo de la estética oriental con respecto al exterior fascinó al artista holandés, más aún por esa actitud reflexiva que se aprecia en la representación del entorno, que para los impresionistas era fundamental. No es de sorprender que el museo dedicado a él en Ámsterdam conserve varias de las láminas y grabados japoneses que coleccionó a lo largo de su vida: la influencia oriental que el artista absorbió de la estética japonesa puede apreciarse en sus cuadernos de dibujo, en los que copió geishas con sus vestimentas tradicionales, pero también abanicos y otras herramientas de uso cotidiano en Japón.
Si bien es cierto que Van Gogh llegó tarde a la búsqueda de Japón —puesto que a finales del siglo XIX el país abrió sus puertas al mundo, después de un hermetismo milenario—, llama la atención que el artista haya idealizado el territorio nipón sin haberlo visitado. Sin embargo, las paredes de su estudio estaban tapizadas de imágenes traídas del otro lado del mundo, no perturbadas aún por el desorden occidental.
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