A diferencia del erotismo, la pornografía es una invención moderna de la sexualidad humana. Mientras la primera sólo necesita de la imaginación, la segunda requiere de un impulso gráfico para provocar excitación. La figura humana envuelta en placer devuelve un impulso casi instantáneo en la mayoría de las personas, que de inmediato se colocan en un punto medio entre espectador y protagonista, en relación directa con la imagen que genera tal reacción, pero, ¿cómo ha cambiado el porno a través de la historia? ¿Cómo se determina lo que resulta atractivo y deseable, en contraposición con lo desagradable?
Un punto de partida para generar toda clase de preguntas es la obra de John Currin. Desde la creación de la imprenta, el desnudo tomó un sitio prioritario en el imaginario colectivo de la producción sexual de Occidente. Su importancia ya no radica únicamente en la búsqueda desesperada por los cánones estéticos a través de las medidas y proporciones que debe tener un cuerpo humano para ser atractivo, tal y como ocurre en el arte. Su aparición obedece a la persecución de la excitación a partir de lo gráfico.
A primera vista, la obra de Currin puede aparecer como una broma, ilustración grotesca que mezcla las concepciones clásicas de la belleza con la idealización contemporánea del cuerpo, pero viéndolo más de cerca, la representación de los cuerpos que inundan su producción artística evoca un discurso tan evidente como ignorado en la actualidad.
Algunas veces estilizados, otros deformes, las personas que aparecen en la obra de Currin fuera de proporción dan cuenta de una reflexión que evidencia la desconexión entre pornografía y erotismo, la misma que aleja a la alta cultura del arte popular y crea abismos insalvables entre lo que una sociedad es y lo que aspira a ser.
Mientras se lleva al absurdo a los momentos que en primera instancia se antojan repletos de erotismo y sensualidad, se produce una ruptura con los viejos cánones y la lógica que marca el binomio de normalidad y exclusión para todo lo bello como antónimo de la fealdad.
El discurso no se limita y también versa sobre las bases de lo sacro y lo prohibido, la simpleza o la pedantería y la capacidad de asombro que circula con tanta falsedad en galerías y exposiciones artísticas.
Los cuerpos deformados dejan entrever el mundo ideal en el que la pintura se volcó despiadadamente durante siglos, en busca de los cánones estéticos. En este sentido, la llegada de las vanguardias y los movimientos disruptivos del siglo XX marcaron una ruptura definitiva; sin embargo, en las figuras ocurre un efecto poco pensado con anterioridad:
La técnica de John Currin no está en duda. Su estilo, próximo al de los grandes maestros renacentistas, alude a escenas propias de la sociedad parisina de Manet o el clasicismo de Degas y a otras manifestaciones propias de la alta cultura; sin embargo, las situaciones burdas y extravagantes provocan una interpretación tan personal como crítica de la sociedad actual.
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