En México cuando se habla de artistas, sobre todo de mujeres relevantes en ese campo, suele omitirse a Antonieta Rivas Mercado; como si su nombre no significara nada o sólo hubiera sido una socialité más en el ámbito. Sin mencionar sus infortunios y tormentos en vida, ahora, a muchos años de su muerte, tiene que lidiar con la falta de reconocimiento o incluso con el anonimato. Antonieta ya no sólo tiene que hacerle frente al ignorar de unos cuantos, sino de prácticamente todos.
Hija del importante arquitecto Antonio Rivas Mercado, fue una joven inquieta y decidida que no midió sus impulsos al desafiar las normas establecidas, tanto en el campo artístico como en el personal. Con un talento impresionante, quizá sin precedentes, pudo haber sido la primera escritora de vanguardia en México, pero una existencia apabullante y llena de incomprensiones la hizo desistir de cualquier intento por sobresalir profesionalmente. Comprendió que el planeta Tierra no estaba preparado para un corazón como el suyo, mucho menos su país natal.
Con una infancia marcada por la tragedia familiar y nacional, Antonieta tuvo que hacerse cargo de su hogar mientras intentaba ser una adolescente común. Claramente falló en el intento. Su mente no daba lo necesario para ser una chica ordinaria y pronto, su extrema inteligencia y audacia delinearon su agigantada presencia en México como una total enfant terrible. Era común verla por las calles de la ciudad, a sus 15 años, montada en un Chrysler mientras se dirigía a sus clases y conferencias de filosofía, literatura, piano y yoga, entre otras disciplinas.
Siendo una mujer excepcionalmente fuera de su tiempo, pronto se convirtió en una de las millonarias más grandes en México tras morir su padre y recibir la mayor parte de su herencia; de hecho, esto trajo problemas con su madre y hermana mayor, a quienes terminó por ceder su famosa –y bella– casa en la colonia Guerrero de la ciudad, para no entrar en más pleitos.
Hasta aquí, tres golpes al interior de Antonieta: el primero, ser incomprendida en su propia tierra; el segundo, la partida de su padre, a quien amó con todas sus fuerzas; y el tercero, la envidia de su propia familia.
Este tipo de movimientos en su vida la orillaron a buscar la felicidad, el amor y el intelecto en otras partes del globo, en otros brazos. Así fue como contrajo matrimonio a sus 18 años con Alberto Blair, un ingeniero inglés que a pesar de su apariencia dulce y comprensiva, resultó ser un hombre violento que no comprendió fácilmente la fuerza de su compañera. Ese carácter destructivo llevó a Rivas a un episodio destructivo del que aparentemente nunca pudo salir. Aunque se intentó un divorcio y el hijo de ambos nunca fue pretexto para nuevos encuentros, las fuertes tensiones que ella padeció a raíz de su permanencia y separación con Blair se hicieron presentes hasta el último de sus días.
Años más tarde, mientras se refugiaba en París por la inclemencia de su vida y escandalizaba a la sociedad conservadora en compañía de su amada Nahui Olin, conoció a Manuel Rodríguez Lozano, un pintor mexicano quien originalmente era el marido de esta otra artista mencionada y que, con el paso del tiempo, admitió su homosexualidad, lo que devastó el corazón de Rivas y destrozó sus ilusiones de un amor puro y altamente creativo.
No obstante, Rodríguez Lozano nunca pudo corresponderle ese amor pasional que ella le profesaba, pero le retribuyó una amistad sincera que la acompañó por bastantes años hasta que la relación fue en verdad insostenible.
A su regreso a tierras mexicanas, en contextos sumamente revolucionarios, conoció al político e intelectual José Vasconcelos, personaje clave en la historia de su vida y en la situación social del país. El apoyo que ella le dio a su campaña y proyección cultural fueron primordiales tanto para su labor profesional como amorosa; Rivas siempre se refirió a él como su gran amor, aunque mucho se sospechó al respecto, pues el amor y la desilusión que provocó Manuel en su alma fueron decisivos en su estado anímico o pasional por más tiempo del creído.
A pesar de que Antonieta era una mujer creativa y escandalosa que fascinaba a hombres y mujeres por igual, parece ser que Vasconcelos no vio en su persona a alguien lo suficientemente grande como para mantenerla en su vida; la respetaba, claro, pero como esa mujer que financiaba preocupadamente a los movimientos artístico-culturales de la nación y nada más. Toda esa vanguardia que Rivas transportaba no fue nunca algo decisivo para que el gran exsecretario de Educación Pública le respondiera como era esperado.
Un 11 de febrero de 1931, decepcionada del amor, se decidió a caminar por el río Sena en dirección a Notre Dame; una vez más se refugiaba en Francia como un escape de la realidad. Ingresó al recinto religioso y tras avanzar decididamente hacia el altar, optó por sentarse en la primera banca para sacar de su bolso la herramienta de su despedida. Tomó un revólver de manera nerviosa –el cual pertenecía a Vasconcelos– y con una bala puso fin a sus días, a sus horas de tristeza infinita y al amargor de una existencia carente de amor.
Con un disparo al corazón liberó a éste de todos sus estragos, de los oxidados clavos que la desilusión había puesto en su interior. Con esa detonación, que en muchos sentidos pertenecieron a José Vasconcelos, dueño del arma física y emocional que había decidido el cese de su pulso, Antonieta quizá se preguntaba por última vez el porqué de la renuencia a aceptar que un hombre la necesitaba, que sus pasiones estaban destinadas a correr juntas.
Antonieta Rivas Mercado es una de las artistas y benefactoras más importantes de México, pero su obsesión casi enferma por estar acompañada, por sentirse protegida y entendida, la dirigieron a un punto silencioso de la historia, el cual no hace justicia a su arte ni a su sentir como mujer. Vivió estrepitosamente y murió de la misma manera: bajo sus propias condiciones, en ninguna otra compañía mas que la propia. Nadie la amó y nadie la ama.
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