Apropiarse de algo para compartirlo con los demás a veces significa más que sólo eso, significa demostrar nuestra proeza, nuestra rebeldía, las motivaciones que tenemos y aquello que no podemos callar por más que nos silencien. Nos encontramos ante un mundo en el que ya nada nos pertenece porque todo tiene dueño, las calles no son nuestras, los edificios (cada vez más grandes) son para las minorías llenas de dinero y esos resquicios de espacios públicos, lo vemos a diario, están llenos de vendedores o carros mal estacionados que ni siquiera nos permiten pasar.
Estamos acostumbrados a vivir en un espacio carcelario, como diría Michel Foucault. En ningún sitio nos sentimos completamente libres, siempre vigilados mientras simulamos que no podemos hacer otra cosa. Nadie se atreve a decir nada, no protestamos, vivimos inconformes y llenos de mediocridad al callar nuestra voz y los de otros. No nos damos cuenta, pero vivimos más individualizados que nunca.
No estamos sujetos a nada, sólo a un tipo de realidad mediatizada que finge informarnos acerca de lo que ocurre en el mundo y a la que nosotros optamos por creerle porque no queremos molestarnos en pensar de verdad. No existe el otro y en ocasiones ni siquiera nos planteamos su existencia, todo se ha convertido en un mundo artificial, enmascarado, falso, del que no podemos huir, pero en el que, por nada del mundo, deseamos estar por otro segundo.
Lo único aparentemente real somos nosotros y nuestras decisiones, ésas que utilizamos para voltear al televisor, decidir un canal, salir a trabajar para ganar un poco de dinero, comer, dormir y copiar el estereotipo del que, en muchas ocasiones, queremos huir y por más que intentamos, no podemos.
Hipster, hippie, emo, punk, rocker, pin-up, dark y miles de otros apelativos para encasillarnos y dejar de ser verdaderamente auténticos, porque en la más grande paradoja del ser humano, copiamos a los demás para encontrar nuestra identidad. Vaya contradicción con la que nos encontramos los humanos.
La cultura posmoderna se ha convertido en un tipo de pesadilla social, igual a la que pinta Allan Villavicencio. Esas películas de terror con atmósferas lúgubres, tensión y desequilibrio nos permiten ver que el mundo, poco a poco, se va directamente a su destrucción. Un mundo lleno de figuras fantasmales y desolación que nos recuerdan lo que alguna vez fuimos o soñamos con ser, pero que ahora simplemente nos hace darnos cuenta de que no lo hemos logrado.
Habitaciones completamente vacías pintadas de verde, amarillo, rojo, negro y azul. Probablemente sea un mundo acabado y esos colores nos den una pista de su destrucción y podredumbre. Fotografías de esos espacios soñados que ya no existen y una reflexión constante de nuestro futuro si el rumbo del mundo continúa del mismo modo.
Allan Villavicencio estudió Artes Visuales en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM y ha participado en exposiciones colectivas e individuales en diferentes recintos como Campo inestable, Centro cultural Border, Ergos Panoptes, la XVI Bienal Rufino Tamayo, Los invasores del espacio mutante, La Trampa Gráfica Contemporánea , Jeune Création Espace interculturel, Mémoire d’Avenir y más. Participó en el programa Jóvenes creadores del FONCA.
Allan siempre ha tenido interés en mostrar la obstrucción del espacio en la ciudad, la barricada y el colapso de la forma con pinturas, instalaciones y esculturas que buscan denotar la relación del cuerpo con las estructuras materiales en las que habita para permitir la ocupación de un territorio que muchas veces creemos que ya no nos pertenece.
Así como Allan involucra sus pinturas para intentar hacer eco con lo que ocurre en el mundo, algunos también utilizan sus ilustraciones para enseñarnos de la decadencia humana.
Allan Villavicencio forma parte de la selección de creativos 2016 de Cultura Colectiva, conoce más de su obra en:
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