[Da play a ‘Un bel di bedremo’, de “Madamme Butterfly”]
Sofocarse y sentir cómo el alma abandona el cuerpo. Perder la perspectiva, dirigirse a un abismo y dejarse caer en la oscuridad. Morir por dentro y gracias al amor, en su ausencia o en su manipulación, es más posible de lo que jamás se llegó a pensar. No es un cuento con el cual espantar a la gente, no es como cuando se era niño y los adultos te mortificaban con la llegada del “Coco”; fallecer en manos de aquel sentimiento que se supone tendría que hacerlo todo menos quitar la vida es uno de los destinos más crueles jamás pensados. Y hubo, exactamente, una mujer en nuestra historia que ejemplificó lo que es dejarse caer en los brazos de la muerte cuando no hay otros dispuestos a atraparnos o a siquiera aparentar que nos sostienen.
Ese final trágico de latidos, pulsiones y suspiros entrecortados tomó cuerpo en María Callas; una de las mujeres más increíbles pero al mismo tiempo desgraciadas sobre la faz de la Tierra. Ella, la número uno de los número uno, la dama que hacía desvanecer al mundo con su voz, la diva más exquisita de los escenarios, fue la cantante de ópera más importante y aplaudida que alguna vez vio el ser humano. Hubo demasiados papeles que marcaron su vida, pero ninguno como Madame Butterfly; esa fragilidad encarnada en la vieja Asia, presa de un romance pasajero y esperanzada en el regreso de su extranjero amante, quien la había dejado con un hijo y la vaga promesa de volver para ser felices. Butterfly, así como Callas, se lamentaría entonces en un canto eterno que resonaría en cada rincón del mundo, denunciando la traición.
Madame, en un movimiento oscilatorio y constante con María, termina su historia entregando al pequeño vástago en manos de su viejo amorío y la legítima esposa de éste; orillada a la locura, terminaría una y otra vez quitándose la vida, el sufrimiento, cuantas veces Callas fuera llamada a escena para este papel. Drásticamente, la interpretación de la diva transgredió los horizontes de la teatralidad y la poseyó hasta conseguirle el mismo desenlace: un amor ingrato empuñando dagas de deslealtad, capaces de encontrar la ruta directa al corazón.
Callas, a quien muchos consideran única e irremplazable, de hecho fue todo lo contrario para el hombre a quien ella amó; esa figura delicada y singular se enfrentó al desaire del ser que más le pudo importar. María siempre tuvo días grises; nació un 2 de diciembre de 1923 en la ciudad de New York, en el seno de una familia que le procuró complejos, soledades e infelicidad. Siendo no deseada por sus padres –quienes hubieran preferido un hijo varón– tuvo que crecer con una identidad atropellada a la sombra de su hermana mayor, la cual, para su madre, era la viva representación de lo bello, lo perfecto y lo femenino.
Callas, ignorada por su madre durante sus primeros años de vida, llegó a la adolescencia pesando alrededor de 100 kilos, miope, con una nariz enorme, brazos extrañamente largos, muslos desproporcionados, cejas pronunciadas y el desprecio de mucha gente. Quién diría que años más tarde se convertiría en una de las personalidades más amadas en el planeta Tierra.
La transformación a aquello que hoy conocemos como la diva más grande de todas tuvo fecha al terminar esos años tortuosos, en el refugio de la música y Elvira Hidalgo –famosa soprano española–, con quien aprendió a modelar su voz, a ganar confianza y a demostrarle al mundo que nada ni nadie iba a poder en contra de ella. Por lo menos en el campo de lo artístico, porque en el amatorio, todos su culminación fue distinta.
Radiante, portentosa, fuerte y quizá un poco soberbia, debutó en la Ópera de Atenas en 1942 con “Tosca”, de Puccini; a ese éxito arrasador le siguieron un sinnúmero de presentaciones y contratos, un torbellino de adrenalina y teatro. En ese contexto conoció a Giovanni Battista, un gran empresario que la hizo su esposa cuando ésta cumplía apenas 24 años y él alcanzaba los 55; él, quien la respetó e idolatró como artista más que como otra cosa, ayudó a pulirla como esa joya que ha trascendido el tiempo para construir el nombre que se hizo inmortal.
A su lado, María se dispuso a conquistar La Scala de Milán –catedral de la ópera a nivel mundial– y, tras ser rechazada por el director, se dispuso a ejercitar su voz, su cuerpo y su alma, empeñada en mejorar su técnica. También fue la época en que creó su icónica figura; se transformó en todo lo que siempre quiso y adoptó el estilo y elegancia que más tarde nadie podría pensar sin recordar su rostro griego con esa fracturada sonrisa.
Consiguiendo su cometido, Callas demostró en el recinto milanés por qué se convertiría en la divina cantante de la historia y debía protagonizar una vez tras otra las óperas más importantes; se hizo la musa de Visconti, Berstein, Pasolini y demás directores, pero también fue el momento en que atrapó la mirada del hombre infernal que la llevaría a la desgracia: Aristotle Onassis.
Era 1959 y ella, todavía casada, se enamoró perdidamente de ese despreciable griego millonario que aun siendo osco y horrible lograba conquistar a cuantas féminas quisiera con esa billetera siempre repleta. Él se caracterizaba por ser un tipo de tinte mafioso, por no tener modales y ser prepotente; todo lo opuesto a María. Ella no dudó en abandonar a Battista para convertirse en la amante del opulento monstruo; sin embargo, Onassis no dejó a su esposa, nunca pareció objetar en contra de las ofensas que sus hijos hacían a la diva (lo mínimo era que se refirieran a ella como “La fea”) y era el típico sujeto que sólo llamaba cuando tenía tiempo, que se aparecía esporádicamente por diversión.
Con una carrera en decadencia gracias a la desatención que ella misma provocó en su práctica por estar embebida con Aristotle y esa vida llena de glamour pasajero, espectáculos, lujos y fiestas, Callas no pudo retomar fácilmente el camino dejado. Tanto el público como los productores se percataron de un deterioro en su disciplina y los rechazos no se hicieron esperar; no obstante, ella no quitaba el dedo del renglón y pensaba que Onassis estaría allí por siempre, que no podría dejarla ni le daría la espalda en épocas tan difíciles. Gran error.
Se rumora que en esa etapa de su vida cargó un hijo del griego para después verlo morir –a los dos días de nacido– sin contar nunca con el apoyo de ese hombre oscuro; también se dice que ella, sumida en la angustia, no podía trabajar conscientemente y que un día, tras bambalinas preparándose para salir a escena, escuchó gritos y ovaciones que no eran para su persona. Obviamente en la intriga de saber por qué la gente enloquecía si ella no estaba ante el público todavía, hizo a un lado el telón para saber quién osaba opacarla y descubrió que, entre el público, llegaba la viuda de Kennedy, Jacqueline.
Naturalmente, movida por su ego de diosa, se hizo notar inmediatamente en el escenario sin importarle en lo más mínimo que la obra no hubiera empezado; todo se trataba de demostrarle a esa mujer quién era la que gobernaba esos reinos. Y lo logró. Con la fuerza de un rayo que cae sobre la tierra, hizo que todos los fotógrafos, periodistas y asistentes volvieran la mirada hacia ella. Lamentablemente, la fortuna es cruel, y más tarde se enteraría por los medios que esa pálida figura era la nueva pareja oficial de Aristotle.
La vida de Onassis junto a esa dama que no tardaría en adoptar el signo de Jackie O se convirtió en un martirio, el griego no sabía en qué se estaba metiendo y comprometió sus millones en la extravagancia de una mujer que no medía sus antojos. Cuentan que todas las mañanas, el jet privado de Aristotle tenía que volar más de 300 km para llevar el pan que ella prefería en el desayuno. El viejo millonario no sabía qué hacer y recurrió una vez a los brazos de María buscando confort; como buen ser humano que lo pierde todo ante el amor, ella lo aceptó y volvió a su antiguo papel.
Un 23 de enero de 1973, Alexander Onassis, hijo mayor de Aristotle, murió en un accidente de avión; el magnate cayó en una de las tristezas más grandes en el mundo y nunca se pudo recuperar de ésta hasta que protagonizó su propio fallecimiento en 1975. Con esto culminó una serie de eventos que trabajaron desde un inicio el deterioro de Callas; nunca consiguió hacerla plenamente feliz, y con su muerte, firmó definitivamente un relato doloroso en la vida de la artista.
María se refugió entonces en su casa de París. Aislada del mundo, jugando con la servidumbre, viendo westerns, fumando todo el día, tomando pastillas para dormir, ingiriendo medicamentos para el dolor y sin encontrarle sentido a la vida después de ver a su gran amor partir, destruyó lo poco que le quedaba de voluntad. Si nunca lo había tenido definitivamente, ya era más que imposible hallarse a su lado. Razones no existían más para seguir con la tortura de un nuevo amanecer.
El 16 de septiembre de 1977, María Callas se despertó, desayunó en cama con la misma flaqueza que le caracterizaba desde años atrás y se desmayó. Antes de que llegara el médico, ella no pudo resistir más, se entregó a las manos del sueño eterno; esas que le llevarían a otro lugar, uno más apacible, donde no pudiera recordar más los infortunios del corazón. La defunción de Onassis, si acaso pudo traer algo bueno, fue la renuncia de Callas a esta realidad. Si bien ya la había hecho sufrir por bastante tiempo, era mucho mejor que todo terminara de un sólo tajo; Aristotle dirigió a María hacia la desesperación y la muerte, justo como el inglés Pinkerton condenó a Madame Butterfly.
Aquí una recopilación de los grandes temas de Maria Callas en YouTube:
Para seguir conociendo otras historias como ésta, lee Las decepciones amorosas de la mujer que todos desearon pero nadie amó y La mujer destinada a vivir su infierno y nunca poder amar.