Es inevitable: cuando se piensa en el Periférico de la Ciudad de México no siempre son en cosas agradables. Tráfico pesado. Olor a gasolina quemada. Horas de hartazgo. Frustración por los comerciales de siempre en la radio. Choques. Lentitud. Pesadez. Gritos encolerizados de gente histérica. En todo esto se ha convertido una de las vías más transitadas de la capital mexicana: en un no, por favor, en un ya basta, en un auxilio, en no quiero estar ahí nunca, y si es necesario, que sea lo menos posible. El paisaje es gris, los carros son un asco y las personas no ayuda en nada a que el tiempo en ese lugar sea placentero. Sin embargo, jamás nos imaginaríamos que pertenece a uno de los corredores artísticos más grandes del mundo, con obras escultóricas modernistas monumentales de un peso histórico fundamental. Nadie piensa que, cuando está en el Periférico, transita también a lo largo de la Ruta de la Amistad.
Este proyecto nace con la intención de dar a conocer una faceta fraternal de México durante los Juegos Olímpicos de 1968. A pesar de la coyuntura política tan delicada que se vivió a lo largo de ese año, había una motivación particular por generar un sentimiento universal de cohesión humana a través del arte: el objetivo era unificar a los países participantes con el pretexto del deporte usando a la expresión artística como eje rector. Es por esto que se pidió a los artistas más reconocidos de la época —Calder, Fonseca, Escobedo, Takashi, entre otros— que crearan una estructura de gran formato en el que usaran materiales pesados, como el concreto, para lograr composiciones monumentales que pudieran ser apreciadas de paso como dentro de un automóvil.
La Ruta de la Amistad fue dirigida por Mathias Goeritz y Pedro Ramírez Vázquez; el primero, siendo uno de los artistas plásticos más importantes del movimiento abstracto en México; y el segundo, como un ícono de la arquitectura modernista del país. Ambos compartían la idea de la arquitectura emocional, en la que el sujeto está directamente relacionado con la obra que interviene su espacio. No se trata sólo de qué tan funcional resulta el espacio en el que se vive, sino cómo éste se relaciona con la esencia más fundamental del ser humano. Es por esto que se planeó con tanto cuidado: sería un proyecto que interconectara a las naciones, pero también a los habitantes de la ciudad con su espacio habitable.
Si bien la arquitectura emocional se refiere a espacios en los que se está, la Ruta de la Amistad está compuesta de piezas escultóricas de gran escala, que estarían de manera permanente expuestas en lo que en ese entonces eran las afueras de la ciudad: serían las obras y el espacio, y nada más. No había nada que interrumpiera la relación entre estas dos entidades —entonces inseparables—, y con esta visión se lanzó la convocatoria a los continentes que participarían en las olimpiadas del 68. Al final, se mandó una escultura por país participante, y se juntaron 19 piezas que se distribuirían a lo largo del anillo periférico sur.
Además de ser un esfuerzo estético importante, la preocupación central de los colaboradores de este proyecto era realzar la imagen humanista que México tenía tan descuidada. Este corredor artístico pretendía ser un símbolo tangible y perpetuo de la amistad entre los pueblos del mundo y el mexicano: una alianza deportiva y expresiva que representaba el espíritu ecuménico con el que el anfitrión de los Juegos Olímpicos quería revestir a este acontecimiento internacional. Fue tan representativo que a las olimpiadas de 1968 se les recuerda ya no como un evento deportivo, sino como un esfuerzo colectivo de las naciones por alzar un acontecimiento cultural.
La unidad que guardan estas piezas —más allá del estrato simbólico que les es inherente—, está pensada para que sigan el orden lógico de los escenarios olímpicos que se utilizaron en esa ocasión. Es por esto que, también, siguen un patrón estético: todas están hechas de concreto, obedecen a una composición lineal, y están pensadas para representar valores humanos universales, entre los que se destacan la paz, la armonía y la fraternidad entre naciones. No son esculturas que pretendan representar a hombres en concreto, sino que se basan en la abstracción para dar un sentido inclusivo —casi cósmico— de Raza Humana. Los colores son básicos; las formas, rígidas. Sin embargo, comparten una unidad estética irrefutable que les confiere fuerza específica como una misma propuesta artística.
Después de que pasara el bullicio de los Juegos Olímpicos, la Ruta de la Amistad cayó en el olvido. La Ciudad de México creció, y la urbanización interrumpió el espacio escultórico que Goeritz y Ramírez Vázquez habían ideado. Muy pronto se construyó el Segundo Piso, y el carácter monumental de las obras se vio reducido a nada: ya no impactaban por su tamaño, pues las construcciones funcionalistas de concreto eran considerablemente más altas que las esculturas. El colorido de las obras se opacó, y las personas que no sabía lo que eran se dedicaron a mancharlas y a llenarlas de graffitis sin ninguna inspiración estética. La Ruta de la Amistad fue abandonada por 25 años.
Sin embargo, en 1994 se inició un proceso de restauración de las obras, producto del esfuerzo de estudiantes y distintos profesionistas experimentados. Con esto, se creó el Patronato de la Ruta de la Amistad, que desde entonces está dedicado exclusivamente a la manutención y promoción de este corredor artístico. A pesar de que el paisaje ha cambiado, y que los objetivos iniciales —en términos estéticos— ya no se cumplieron, el fin de la asociación es realzar uno de los proyectos artísticos más prolíficos de la Historia del Arte en México. A partir de entonces, las obras han estado en procesos de restauración exhaustivos, dados los daños que sufrieron por el abandono y el crecimiento urbano. Hasta el día de hoy el esfuerzo aún continúa.
Es cierto que las condiciones físicas en las que se encuentran las esculturas no son las más favorables para su mantenimiento íntegro, ni las más óptimas para su apreciación, pero es innegable la importancia fundamental que les son inherente: posiciona a México como un referente incuestionable —una vez más— en el arte del siglo XX, y confiere un sentido de unidad internacional que no existe en otras partes del mundo. La Ruta de la Amistad es un motivo más para dirigir las energías creativas de la actualidad, en el mismo espíritu cosmopolita con el que iniciaron hace casi 50 años, pero hoy se convierten en un incentivo para ver algo bonito dentro del tráfico asfixiante del Periférico.
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Mucho del arte contemporáneo que se crea en la actualidad sirve como una crítica a las situaciones políticas y sociales que los artistas experimentan, tal como lo hace uno de los fotógrafos que expone en 10 imágenes la doble moral de la sociedad y que te pondrán incómodo, pues cuestionarán la tuya.