Una pequeña niña corre en el Parque México, con pantalones vaqueros llenos de tierra y pintura, los ojos verdes como dos aceitunas, el cabello negro azabache y un sombrero de fieltro al que ella misma le cosió ocho botones de distintas formas y colores. En plena carrera, mientras siente el viento fresco en su cara y observa la luz del sol filtrarse a través de las ramas de los altos fresnos, ahuehuetes y jacarandas, la sorprende un diluvio que ahuyenta a todos los demás niños, quienes corren despavoridos a sus casas. Ella no. Ella se queda. Ella no le teme a las cosas que pasan; ella quiere vivir, sentir y atesorar memorias como botones de marfil dentro de una caja de latón. Lola -ella- siente que debe permanecer ahí. Ha quedado perpleja y cautivada por la cortina blanca que baña los troncos y bancas, e inunda las jardineras perfumando el aire con ese maravilloso olor a tierra mojada. La conquistó la alfombra de jacarandas lánguidas que se dejaron llevar por las gotas y el viento, para sucumbir y teñir el suelo con un magenta intenso y divino. El tiempo se ha detenido para Lola. Abrazando el tronco húmedo al que se aferra como si montara el alazán de un carrusel, disfruta melancólica ese invaluable instante. Atesora su soledad y las sensaciones que le obsequia la tromba que ahuyentó a todos para quedarse a solas con ella. Ese instante, como el color y el sonido del mar junto al que vivía cuando niña y en cuya orilla se sentaba a escoger piedras de colores y sentir la brisa, la marcó para siempre (su padre se dedicó a la hotelería y eso le permitió vivir en medio de distintos paisajes y contextos que impactaron su imaginario). Hoy, más de treinta años después, Lola menciona en su taller el recuerdo de aquella tarde y sus ojos cristalinos se llenan de lágrimas: ese evento selló su memoria personal y, sin duda, su obra artística.
Si bien Lola Argemí se formó profesionalmente en el diseño después de haber pasado por talleres como el de Gilberto Aceves Navarro y haber trabajado sobre la imagen de marcas comerciales de gran alcance, es más bien autodidacta y mucha de su producción artística aún es un secreto por develar. Aguarda tras sutiles velos, entre luces ámbar y olor a gardenias: atemporal y efímera. Los cautivadores personajes femeninos de gran sensualidad que leen, meditan, sueñan e imaginan en sus alcobas entre gatos, cartas y libros, se dejan ver por el espectador desde segundos planos, seduciendo con su indiferencia, ensimismadas bordando y engarzando recuerdos con emociones que sólo ellas conocen. Detrás de esas enigmáticas y sucintas narrativas, se encuentran potentes referentes como la literatura de Julio Cortázar, Edgar Allan Poe e Isabel Allende. Al adentrarse en sus imágenes el espectador halla silencios, misterio, un onirismo casi bucólico y una envolvente nostalgia, propios del romanticismo y el realismo. Balthus, Lucian Freud, Francis Bacon, Dr. Atl, Kokoschka, Rodchenko, Algernon Newton y Hoper, marcaron su acervo mental figurativo de manera evidente.
Para ver la obra de Lola Argemí, empero, es necesario desdibujar las fronteras del arte y olvidarse de lo que dicta el medio. En lugar de esas estructuras, se ha de pensar en lo anhelado y la melancolía, en el pasajero aroma de las flores y del jengibre, en el complejo universo de lo femenino, en lo fantástico de la literatura y en el erotismo detrás de los relatos que se cuentan a media luz en la sobremesa. La obra de Lola Argemí viene de la ilustración, con una gran influencia del diseño constructivista ruso y el Art Déco; emerge de un sólido conocimiento de la Historia del Arte y una magistral experiencia con los materiales que heredó desde el seno materno (su madre es una pintora española espectacular que, misteriosamente, abandonó la pintura y dejó tras de sí una estela de desnudos y vistas interiores notables) pero está más allá de toda teoría y racionalidad. La obra de Lola Argemí se conecta con las entrañas, con pequeños instantes de sueños, dudas, amor, soledad, anhelo, ausencia y deseo.
Sus estilizados personajes, unas veces Alicias y otras Caperucitas, son lo femenino en su estado más puro y honesto. Son las mujeres que conoce y la rodean: son la propia Lola haciendo una sincera introspección que llega al reducto más íntimo y privado de lo que implica ser mujer. Está, sin embargo, mucho más allá de los estudios de género o del panfleto feminista. No nos equivoquemos. Su vasta producción integra al dibujo, el óleo y el acrílico, caligrafía, pintura en seda, bordado, accesorios y, frecuentemente, bastidores para bordar, cajas o jaulas que albergan a sus personajes. Sin embargo, bajo la elección de esas superficies o medios asociados al quehacer doméstico, no subyace una declaración política, sino la incansable curiosidad de una artista que posee una magistral experiencia plástica y se vale de recursos estéticos diversos para expresar lo más hondo de su sensibilidad como creadora pero, sobre todo, como mujer. La recurrente sugerencia a Alicia, Caperucita o el Principito (en su poética, enamorado de Alicia pero a quienes el destino les ha impedido consumar su deseo) responde no a una ilustración literaria, sino a una referencia al deseo que, al mismo tiempo, implica un comentario ontológico: “El accidente te hace encontrarte contigo mismo: lo trágico modifica el camino”, afirma al caer la tarde. Es sólo cuestión de mirar su obra, abrazando el tronco de un cedro, para dejar que la tormenta ocurra y empape el ser de quien la mira.
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