Si es que puede haber algo peor que una quema de libros y arte como la propuesta por Ray Bradbury en Fahrenheit 451, probablemente sea el exterminio incluso de sus autores. Sólo pensar en que alguien sea capaz de erradicar toda expresión artística resulta aterrador, lo cual no es para menos si consideramos que no sólo está terminando con una persona o un objeto, sino que está borrando para siempre un retrato más o menos fiel de la sensibilidad de toda una comunidad.
Probablemente, algo así pueda sonar casi imposible por la cantidad de información almacenada en la red, sin embargo, 20 años antes de que Bradbury publicase su novela, los nazis ya habían dado una muestra de que la humanidad es capaz de destruir su propia historia con tal de asegurar un “mejor” futuro, destinado sólo para unos pocos individuos. En 1933 comenzó la persecución de artistas y obras considerados como no alemanes debido a que su contenido no empataba con la visión hitleriana de un futuro ario para todo el mundo.
En 1941 la presión del ejército alemán había alcanzado a la comunidad artística de París, lo que les hizo temer no sólo por sus vidas, sino por su trabajo, al que muchos de ellos consideraban como el único legado que podían dejar al mundo después de morir; no obstante, artistas de la talla de Dalí, Magritte, Klee, Miró y Moore no tenían el apoyo suficiente de instituciones como el Louvre para proteger su trabajo, pues éste era considerado “arte degenerado”.
La etiqueta molestó a más de uno, sobre todo a Peggy Guggenheim, quien entre sus amistades y amantes tenía a muchos de estos degenerados artistas —ella misma confesó haber llegado a los 400 amantes—, a quienes decidió ayudar comprando muchas de sus obras. Hay incluso quienes se adelantan a asegurar que, de no haber adquirido todos estos trabajos, la comprensión del arte contemporáneo tal y como lo conocemos ni siquiera sería posible.
Guggenheim se involucró con tantos artistas que creció en ella un autodestructivo sentimiento de inferioridad, mismo que trató de llenar formando una colección con el trabajo de sus amantes, que al ser ésta rechazada por la administración de Louvre decidió resguardar en un estación de trenes en Annecy, donde estuvieron expuestas a goteras que posiblemente las habrían deshecho de no haber sido por que el director del museo de Grenoble se ofreció a guardarlas en su sótano.
Todos estos movimientos no habrían resultado necesarios de no haber sido porque Guggenheim era judía, y aunque ella misma decía que su condición económica estaba mucho antes que la de judía, sabía muy bien que a cualquier militar sin escrúpulos y con excesiva lealtad hacia el führer tendría a bien encarcelarla sin importarle cuánto dinero pudiese darle.
Con un as siempre bajo la manga, la mujer-museo por fin consiguió un pasaporte para poder escapar hacia los Estados Unidos lejos de la amenaza nazi, por supuesto, con ella viajaron más de 150 piezas que, entre pinturas y esculturas, son obras importantes para entender el arte moderno. Incluso 75 años después del glorioso rescate, la esposa de Laurence Vail, uno de los exmaridos de Peggy, dijo que las obras se habían perdido en un naufragio, lo que angustió a muchos aun sabiendo que las obras estaban a salvo en una galería; sin embargo, ¿quién no se habría asustado de saber que dichas obras, que habían sobrevivido a una verdadera quema de arte, estaban perdidas en medio del océano irreconocibles, llenas de sal y arena?