Tal vez desde una óptica contemporánea es más que evidente que la libertad humana es en el arte un punto neurálgico que lo distancia exponencialmente del suplicio ideológico, ético y moral de la religión. Más allá de eso, estos dos ámbitos no siempre han mantenido buenas relaciones. Con sus propios lenguajes, arte y religión son transmisores de mensajes transcendentales, pero en distintas religiones la convivencia no ha sido siempre fácil o aceptada por el orden establecido; sin embargo, en Occidente el arte y el artista han prosperado a menudo como transmisores de lo divino, ejemplo de ello es la historia de la princesa Salomé.
La figura de Salomé nació sin nombre específico en el Nuevo Testamento. Aparece en un papel menor del evangelio según San Mateo (capítulo 14) y en San Marcos (capítulo 6), donde al parecer fue ella la causante de la muerte del mártir San Juan Bautista: Salomé era una princesa de Galilea quien con sus dotes para el baile sedujo a su padrastro, el tetrarca Herodes. A cambio de su baile y bajo la influencia de su madre obtuvo la cabeza del mártir. Durante la Edad Media, dicho episodio se plasmó en los muros de las iglesias y las catedrales para que, mediante la ilustración de relatos de la vida de los santos o de ciertos episodios del Evangelio, las historias se trasmitieran a aquellos que no sabían leer. Sin embargo, Salomé de nuevo aparece de manera significativa a finales del siglo XIX y principios del XX, en Francia, y cada vez más emancipada de la versión de su historia inicial. Es por eso que se registran más de cien cuadros que representan a esta mujer entre 1870 y 1914, periodo en que se convirtió el personaje predilecto para expresar el erotismo.
Salomé [Henri Regnault, 1870] Metropolitan Museum of Art, Washington
Para entender mejor el desapego a la historia original, hay que recordar que a partir del Segundo Imperio en Francia, toda una generación de artistas y escritores franceses e ingleses se reunieron en torno de lo que en el arte se denomina como “movimiento decadente”, que no es otra cosa que una celebración de la imaginación, en la que el arte debe ser decorativo y estilizado. Es en este contexto que la figura mítica de Salomé, una mujer de gran belleza y sensualidad inquietante, con pulsiones a veces mortales, se propagó en la literatura, la pintura y la música, al punto de volverse una de las manifestaciones por excelencia de la “decadencia”. Gustave Flaubert, por ejemplo, en 1862 escribió su versión, el relato “Herodías”, perteneciente a su conjunto Trois contes. Y en 1876 expresó abiertamente su deseo de alejarse de la fuente bíblica.
Por su origen exótico, la figura de Salomé también fue perfecta para ser usada durante la segunda mitad del siglo XIX. El mundo artístico intentaba huir frente a una sociedad cada vez más materialista, una sociedad burguesa, mercantilizada e industrializada. No obstante, para alejarse de la realidad, la decadencia, el simbolismo y el exotismo se interesaron por los temas más orientales. Pierrot escribe: “Deseo escapar del aburrimiento de la vida cotidiana, reconstitución de un paraíso de arte en el lejano de las épocas pasadas con escenarios gigantescos y bárbaros, atracción mezclada con inquietud en cuanto a la femme-idole, curiosidad por los placeres refinados y de la alegrías prohibidas, vértigo del sadismo y de la crueldad”. Los cuadros de Gustave Moreau, con el tema de la fatalidad, del mal y de la muerte, todos encarnados en la belleza femenina, inspiraron a muchos artistas. En todo caso Salomé expresa una dimensión inquietante en la mujer de la época: la Salomé castradora. En la obra de Regnault se aprecia de frente y con su mirada fija en el espectador, con su expresión sonriente. Sentada con las piernas abiertas mientras sostiene con la mano izquierda una bandeja, mientras que la otra está apoyada en su cadera. Se trata de Salomé antes de la decapitación. Aún la bandeja no está manchada de la sangre de Juan Bautista porque todo parece limpio. Universalmente reconocida como figura femenina, no hace falta añadir dicho detalle.
Aunque Salomé pertenece al discurso religioso, se va poco a poco emancipando poco a poco de su contexto. Amenazadora y cruel, su personaje basta para ocupar toda la escena. El personaje se va convirtiendo en femme fatale. Pero ¿por qué encontramos tanto entusiasmo en la representación de la figura de Salomé? Según Jacqueline Genet, uno de los factores de ese entusiasmo corresponde a un componente misógino, que debe mucho al poeta Charles Baudelaire y el filosofo Schopenhauer, pero sobre todo como resultado del antinaturalismo del simbolismo. En el imaginario del siglo XIX, la mujer está identificada con la naturaleza y como tal Baudelaire la diaboliza: “La mujer es natural, es decir, abominable”. Por debajo de su poesía amorosa, Baudelaire revela a menudo una relación malsana y entretenida entre el hombre y la mujer. Esta concepción encuentra un significado científico, durante esta época. El discurso tiende a designar el sexo femenino como fuente de los males físicos y mentales: la mujer transmite la enfermedad de la sífilis y está dispuesta a desarrollar la histeria (etimológicamente útero). Genet añade a propósito que “la Salomé decadente ofrece la satisfacción de un sadismo literario”.
L’apparition [Gustave Moreau, 1876]
También se puede considerar que la recurrencia del tema de Salomé puede relacionarse con el florecimiento de la emancipación de la mujer. En efecto, durante esta época se desarrollan las primeras corrientes feministas. Así se entiende un poco mejor por qué la mujer del siglo XIX representa un peligro para la privilegiada posición social del hombre.
Es cierto que la figura, como se ha visto, se emancipa paulatinamente de su contexto. Sin embargo, aunque la visión de Flaubert como la Moreau pretenden transmitir una historia distinta a la que aparece directamente en la Biblia, y solamente usar la figura mitológica, ello no impide que el contexto del siglo XIX en Francia siguiera impregnado de la religión católica. A partir del siglo XIV empieza circular una idea de separación entre el cuerpo y el alma. Desde entonces, David le Breton explica que se considera el cuerpo como algo material y perecedero, mientras que el alma, lo espiritual, es considerado en la religión como algo eterno, que sigue viviendo tras la muerte del cuerpo. Todo lo corporal por lo tanto tiene connotaciones muy negativas, sobre todo en lo referente al sexo.
En definitiva, los personajes de la madre y de su hija hubieran podido estar completamente olvidados. Sin saberlo, dieron a luz a una figura que se va retomando en la creación literaria y artística durante épocas hasta acabar como un verdadero mito: la femme fatale. En efecto, el mito fue utilizado según la mentalidad propia del periodo. En el siglo XIX, con todos los cambios sociales, sanitarios y económicos, la mujer fue vista como una amenaza. Justo en este momento la figura conoce una edad de oro que construye aún más un discurso misógino, que coincide con ciertos intereses por Oriente. Salomé aparece entonces como una figura privilegiada para permitir a los artistas del momento sus medios, sus fantasmas y sus sueños.
Escrito por Celine Chenot
Fuentes
Besançon, Alain. Christianisme, héritages et destins. Le Livre de Poche, 2002.
Cardin, Bertrand. “Salomé ou la représentation fin-de-siècle”, en Études irlandaises, n°21-2, 1996.
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