Un niño de cara redonda se asoma a la ventana y mira el pequeño jardín rodeado de una vulgar cerca blanca. Una imagen tan común en cualquier serie de televisión sobre el estadounidense promedio. “Mi cuerpo está enterrado allí”, dice entonces el niño con un tono desabrido y cansado. La chica a su lado lo mira desconcertada. “Nadie existe a propósito, nadie pertenece a algún lado, todos vamos a morir”, el muchacho mira de nuevo a la chica, sin expresión. “Ven a ver televisión”.
La anterior es quizás una de las escenas más memorables de la serie Rick and Morty —creada por Justin Roiland y Dan Harmon en 2013. La serie animada nos ha presentado una visión humorística, sardónica y cruel sobre la realidad, la identidad y las pequeñas creencias del mundo. La propuesta desafía cualquier explicación sencilla y lo hace desde la Ciencia Ficción y el ámbito filosófico, en una combinación inteligente y profunda que pocas veces se ha logrado. La serie para adultos —producida por Adult Swim— medita sobre el existencialismo, la angustia y los miedos colectivos; y lo hace desde la perspectiva de los viajes entre dimensiones, los multiversos, los inventos imposibles, los alienígenas y, sobre todo, a partir de cierto fatalismo irreverente que asume la burla y la sátira para comprender la fugacidad y vulnerabilidad de nuestra especie.
Rick and Morty construye una rara filosofía sobre el bien y el mal, la moral, lo temible de la naturaleza humana, el colectivo y la individualidad. La serie, desde el humor profano y la violencia explícita, encontró una forma de postular reflexiones sobre los dolores universales sin resultar adoctrinante o tediosa. Lo cómico y lo surrealista se entremezclan con lo paródico, pero es evidente que Rick and Morty no tiene por única intención hacer reír. Se permite replantear con una mirada cínica todo tipo de pensamientos filosóficos canónicos — desde Nietzsche y Schopenhauer hasta Freud— y sostiene una noción pesimista sobre el pensamiento occidental.
Las conversaciones sobre el dolor y la angustia existencial se suceden unas a otras plenas de insólito significado. “¿Soy un clon y no lo sé? ¿Me matarías si tomo conciencia sobre eso?” se pregunta Beth, la hija de Rick, en el capítulo final de la tercera temporada. Antes, el conflicto entre las relaciones paternales y filiales de Rick —científico alcohólico que lucha contra el desarraigo del conocimiento— se mostraron como líneas alternas, pero en esta última temporada las fichas cambiaron en el tablero. Por otro lado, Morty, el nieto cómplice, es la viva imagen del descontento pasivo y angustiado. Summer, la nieta mayor, mira todo desde cierta practicidad tristona. Y Jerry Smith, cabeza de familia frágil y patético, parece englobar la noción simple sobre la incredulidad y la torpeza del pensamiento común. Juntos, los personajes funcionan como un dilema filosófico difícil de desentrañar; pero sobre todo, como una red de relaciones genuinas y dolorosas.
Con tres temporadas a cuestas, Rick and Morty se ha convertido en un fenómeno mundial. Con su carga de humor negro y su dura interpretación de la vacuidad humana, la serie ha logrado calar en cierto público que asume el sentido humorístico de la crueldad. La serie utiliza todo tipo de referentes de películas de Ciencia Ficción, en cada capítulo arroja cierta visión hacia lo moral y lo atípico que la emparenta de inmediato con series como South Park (Trey Parker, Matt Stone, 1997) o American Dad (Seth MacFarlane, Mike Barker, Matt Weitzman, 2005); pero va más allá, porque Rick and Morty especula sobre el punto de vista de la humanidad sobre sí misma. Mientras Rick eructa y corre de dimensión en dimensión, explica la filosofía pesimista de Friedrich Nietzsche, el dolor iniciático de la pérdida y medita sobre los terrores mentales y espirituales de los personajes.
Si hay una constante en medio de la extraordinaria combinación de elementos, es esa reflexión metódica y paciente entre líneas sobre la identidad, la soledad moderna, el desarraigo y los miedos privados. Saturada de referencias a la cultura pop, las películas de acción e incluso libros clásicos de Ciencia Ficción —como Fundación de Asimov y Cita con Rama de Arthur C. Clarke—, la serie es un análisis antropológico del sufrimiento y la la angustia persistente en la memoria cultural. Es también una conversación cultural que se extiende en todas direcciones como teorema y que alcanza sus momentos más altos cuando la serie se toma tan serio a sí misma para crear su propio Universo. La Ciudadela de los Ricks, el Universo Cronenberg y otras tantas versiones del tiempo y del espacio son un equivalente ultra moderno del ingenioso formato serial sobre el escrutinio de nuestra sociedad de producciones clásicas como Twilight Zone.
La mayor parte de la filosofía en Rick and Morty proviene de Rick Sanchez, quien en apariencia es el hombre más inteligente del Universo; pero quizá por ese motivo es asediado por una visión sombría y cínica del mundo. Rick carece de límites morales, de percepciones sobre la ética, e incluso de vínculos emocionales. Como viajero entre estratos y dimensiones, para Rick no existe una percepción sobre lo emocional más allá de sus propias fantasías al respecto. El protagonista tiene una visión desquiciada e inteligente que aborda las complejidades y los misterios del amor, la agonía de la depresión y las delicadas relaciones entre pareja. Para la serie, los misterios emocionales se manifiestan de manera irregular; por ejemplo, cuando Jerry imagina a Beth —durante su terapia de pareja extraterrestre— como una criatura alienígena de proporciones gigerianas, mientras ella lo ve como un parásito que tiembla de miedo. La alegoría es evidente, y son estos desafíos filosóficos los que brindan a la serie un sustrato tan duro de asumir que resulta por momentos insultante.
Por otro lado, hay un análisis sobre las profundidades emocionales intrafamiliares que en ocasiones resulta incómodo. En medio de una multitud de parásitos espaciales capaces de implantar recuerdos, la única manera de reconocer a los miembros reales de la familia es a través de los malos recuerdos. Rick dispara y sonríe; “no existe la felicidad”, asegura. En otro episodio, la madre y la hermana de Morty se pelean y se convierten en criaturas extravagantes, con el interior del cuerpo vuelto hacia afuera y sólo pueden reconciliarse luego de una batalla de monstruos. El horror se convierte en belleza, incluso en momentos inexplicables: un cadáver colosal flota sobre el mapa de Estados Unidos y la sombra de un pene gigantesco se dibuja sobre Richmond Park. “El mundo es un dolor”, murmura un narrador de noticias aterrorizado por la imagen.
Pero ante estas visiones, Dan Harmon —productor del show junto a Justin Roiland— suele decir que no hay nada coherente en medio de las batallas dialécticas y temibles de una serie destinada a ser un ícono de la cultura pop. “Si [Justin] dice ‘bueno, quiero que haya un monstruo gigante con los testículos colgando y que además tenga una vagina en medio de su cuerpo’, lo que puedo ofrecer es: ¿podemos aprender algo a través de esa imagen?”. El resultado es una noción asombrosa sobre lo surreal, lo temible y lo extraño como una forma de comunicación; y sin duda, una forma de crear sentido en medio del caos.
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La magia de Rick y Morty, la caricatura que te causará una crisis existencial, no es sólo que nos hace pensar en otros universos físicos sino también en espacios mentales alternativos, llenos de contradicciones y horrores que ni siquiera la imaginación es capaz de abarcar. Lo que pareciera una serie destinada a entretener se vuelca en un proyecto que nos proporciona ideas para entender a la física cuántica desde la filosofía.