El Universo Extendido de DC Comics no la ha tenido todas consigo en los últimos años, sobre todo luego de los modestos resultados de La Liga de la Justicia (Zack Snyder, 2017), su apuesta más ambiciosa hasta la fecha. No sólo se trató de una película que decepcionó a los fanáticos y a la crítica, sino que dejó muy claro que la casa productora atraviesa una crisis que debe enmendar con sus próximos proyectos: la secuela de su película más exitosa, Wonder Woman (de nuevo dirigida por Patty Jenkins); además de las historias del origen de Aquaman y el casi desconocido Shazam. Se trata quizá de la última oportunidad de la productora para demostrar que puede lograr un resonante triunfo de taquilla, o al menos un producto lo suficientemente atractivo como para justificar la existencia misma del proyecto. Se trata de una perspectiva que pone a Aquaman (James Wan, 2018) en el ojo de la tormenta y bajo el escrutinio no sólo de la legión de fanáticos de la editorial DC, sino del mundo del cine en general. Entre la extravagancia y una caótica puesta en escena, la más reciente película de la factoría DC logra el aprobado por lo mínimo, aunque por primera vez no resulta un absoluto desastre.
El personaje Aquaman nunca ha sido el héroe favorito de DC, a pesar de formar parte de la casa editorial por más de 60 años. Las diferentes transformaciones del personaje, tanto en papel como en sus reinvenciones en cine y televisión hicieron que su llegada al Universo Extendido de DC Comics fuera un recorrido atropellado y complejo. No sólo por el hecho de que el contexto y la personalidad del personaje no parecían demasiado definidos, sino porque las imágenes populares tenían más relación con una figura saludable y casi ingenua, que no encajaba demasiado con el tono sombrío y tenso de las películas de la productora. Pero al momento de su debut en 2017 en la película La Liga de la Justicia —luego de su brevísimo cameo en Batman V Superman de 2016, también dirigida por Snyder—, el personaje no sólo parecía destinado a reinventarse para la pantalla grande, sino adoptar una personalidad enteramente nueva. Del estatuario hombre con aspecto anglosajón de los cómics de hace dos décadas, el nuevo Aquaman está construído a la medida del entusiasmo muscular y bien intencionado de Jason Momoa, convertido para la ocasión en la encarnación de la virilidad y la potencia del superhéroe marginado. Momoa es el centro de la acción y el director James Wan no disimula su intención de que el encanto y carisma del actor puedan sostener lo que a todas luces es una odisea superficial contada con mano floja y muy poca coherencia.
Aún así, la película encuentra el modo de mezclar el despropósito de una historia sin demasiado interés con una alucinante puesta en escena, hasta conseguir la que es sin duda la película más luminosa, divertida y extravagante de la factoría DC. Por supuesto que lo anterior no quiere decir que eso la haga una buena película, los abismales baches de guión la condenan a una narración atropellada, confusa y la mayoría de las veces incomprensible. Pero Wan no está muy interesado en construir una epopeya sobre el poder en un reino subacuático de apariencia engañosa y artificial. Todo en Aquaman tiene una apariencia lustrosa, brillante e hilarante, que corre en paralelo de la historia frágil y apenas esbozada. De una manera semejante a Doctor Strange (2016) de Scott Derrickson, el escenario y el contexto lo es todo, pues Wan se esfuerza por dotar a su Atlantis de un brillo surreal y casi onírico. Hay un elemento definitivamente audaz en los edificios con aires de fastuoso coral y las calles intrincadas en las que el mar tiene un brillo perlado y elegante. El reino de leyenda que Wan imagina tiene un definitivo elemento de secreto y de joya escondida.
Claro está, para Wan debió resultar todo un reto traducir los cuestionables poderes del superhéroe acuático a un mundo cínico acostumbrado a dilemas morales más profundos. Y lo hace bien, con un tono sarcástico y la mayoría de las veces burlón, Wan acomete la tarea de brindar corporeidad a las capacidades sobrehumanas de Arthur/Aquaman hasta lograr dotarlas de cierta verosimilitud y contundencia. La película se toma algunos minutos para analizar la particular relación del superhéroe con su origen desde lo que podría haber sido un ingenioso recorrido visual y argumental. Después de todo, los poderes de Aquaman se encuentran relacionados directamente con lo orgánico y el contexto que rodea al personaje. Sin embargo, el guión escrito por David Leslie, Johnson-McGoldrick y Will Beall, toma la incomprensible decisión de restar fuerza al personaje en favor de sus rasgos más amables. De manera que Aquaman es un hombre bienintencionado, carismático y solitario, que rechaza su origen semi-místico en favor de su naturaleza humana. La película entonces toma el recorrido más fácil para mostrar a Arthur como un espíritu dividido y lleno de conflictos, sin que las buenas intenciones de Momoa para mostrar la gama de matices de su personaje le brinden verdadera verosimilitud. En algún punto, Arthur parece desbordado por lo que se esconde en su interior y Wan no logra expresar esa dicotomía con la suficiente convicción como para resultar atractiva.
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Para bien o para mal, Wan deposita toda su confianza en la actuación, energía y carisma de Momoa, lo cual es el motivo por el cual la película no es un completo desastre. Claro está, como toda historia de orígenes de superhéroes, hay un hincapié especial en dejar muy claro el motivo por el cual el personaje se comporta de la manera en que lo hace. Pero en el transcurrir de su historia de origen, debemos esperar poco más de una hora para que la acción finalmente llegue a algún lugar preciso. Finalmente, el Aquaman de Wan funciona en cierto nivel y no es del todo una decepción. Este príncipe desterrado en busca de su identidad y su lucha pintoresca en un reino sin demasiada credibilidad tiene el mismo infalible encanto que la sonrisa torcida y exultante de Momoa. Es una apuesta arriesgada que la película apenas logra cubrir con algunos momentos brillantes y no demasiado memorables, pero que resultan suficientes a la larga, como una imagen movediza en medio del agua, destinada a olvidarse con rapidez.
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