Si por algo es conocido Pedro Almodóvar, es por crear películas catárticas con personajes entrañables y exploraciones sexuales peculiares. Mucho se ha escrito –y con justa razón– acerca de su estilo narrativo y visual. Sin duda, es el cineasta español contemporáneo con mayor proyección internacional. Su carrera podría bien dividirse en diversas etapas (de estilo y contenido) en las que ha encapsulado toda la neurosis e idiosincrasia española a través de su muy peculiar lente.
Pero si acaso existe una constante en su filmografía, esa es la presencia femenina. Con algunas excepciones, son las mujeres quienes se han erigido como absolutas protagonistas de su cine, al grado de haberse acuñado el término –bien conocido por cualquier cinéfilo– de “chicas Almodóvar” (entre las que han desfilado Penélope Cruz y Victoria Abril, por citar sólo un par). Así pues, el estudio de la complejidad femenina ha sido uno de los puntos álgidos de su legado al séptimo arte. Dicho sea de paso, han sido pocos los directores que lo han hecho con tan buenos resultados.
Lo anterior queda de manifiesto en la que sigue siendo considerada su magna obra (sobre todo en lo referente a la internacionalización de su arte): Todo sobre mi madre.
Sin embargo, es la película que siguió a ésta la que hace justamente lo contrario. Inmovilizar (física e hipotéticamente) a sus mujeres para dejar que los hombres tomen la batuta y –de paso– adentrarse en lo más profundo de la sensibilidad masculina. Una cinta que desnuda emocionalmente a los protagonistas, despojándolos de cualquier artificio de superioridad o machismo, para exponerlos vulnerables e indefensos: Hable con ella.
La secuencia inicial lo deja todo claro: a través de una puesta en escena nos muestra a dos mujeres que deambulan –casi al unísono– por el escenario, en todo momento mantienen los ojos cerrados. Sus movimientos son violentos y sutiles, inesperados, la agonía en ellas parece palpable. Hay un hombre con ellas, cuyo rostro refleja una tristeza difícil de poner en palabras. Él es quien se encarga de despejarles el camino, cuidando sus pasos, como fiel –aunque desesperado– guardián. Es posible que ese hombre angustiado no comprenda lo que sucede, lo que hacen o hacia donde se dirigen; sin embargo, las protege sin cuestionar algo. Como si su propia existencia le fuese otorgada con ese único propósito.
En el público se encuentran nuestros dos protagonistas. Sentados juntos, sin conocerse. Los dos se conmueven. Uno de ellos llora; el otro lo nota. Ambos existen indiferentes el uno del otro, sin imaginarse que pronto sus destinos se cruzarán con un propósito similar al del hombre que retira sillas y mesas en el escenario frente a ellos.
Son Marco y Benigno.
Marco es periodista; Benigno es enfermero. Ambos están solos y compensan esa soledad a su manera. Ambos se enamoran de mujeres que, por razones distintas y sin embargo igual de lamentables, nunca podrán ser completamente suyas (una sigue enamorada de su ex y la otra se encuentra en el tipo de estatus social que se antoja impenetrable). Los hombres, sin más remedio, se arrojan de bruces a la ilusión. Se engañan a sí mismos para de esta manera poder seguir existiendo en esa aparente armonía que los mantiene en pie. Si acaso conocen lo improbable de sus respectivas aventuras, no le dan importancia.
Es entonces que el destino –verdugo de las almas en pena– hace su aparición en dos puntos distintos del tiempo, para eventualmente unir las desgracias de estos dos amantes.
Sus mujeres (Alicia y Lydia), ese eterno objeto del deseo, el motor de sus respectivas vidas, sufren un accidente que las dejará en estado comatoso. Y es entonces que ante la “ausencia” de ellas, Marco y Benigno tendrán que comprenderlas a ciegas, sin ayuda, como aquel hombre que sólo las miraba deambular por un escenario. Hablar con ellas, sin esperar respuesta, o quizás encontrar la respuesta pero en ellos mismos. Al tenerlas sin tenerlas, se vuelven aún más enigmáticas, perpetuando así la incertidumbre en ellos.
Benigno dice en un momento: “El cerebro de la mujer es un misterio, y en este estado mucho más…”. Es él quien acepta la tragedia con mayor optimismo. Como enfermero, esto lo ha unido a ella de una manera que quizá nunca hubiese sido posible de haber tenido la vida otro curso. Marco, por su parte, batalla para romper ese cascarón que erigió para sí mismo luego de la ruptura con su exesposa. Y es aquí que los dos hombres se vuelven uno. O mejor dicho, se nos presentan como dos lados –casi opuestos– de un solo hombre. La masculinidad dividida en dos hombres sentados uno al lado del otro; uno llorando, el otro observando.
Hay una secuencia en particular que encapsula de manera perfecta la esencia misma de la película:
Benigno le relata a Alicia un cortometraje en blanco y negro que acababa de ver la noche anterior, titulado El amante menguante. En él, un hombre es reducido por su amante a tamaño miniatura por accidente. Desesperada lo lleva consigo en su bolso, con la promesa de volverlo a su tamaño normal. Y es que cuando un hombre se enamora y decide darlo todo por la mujer amada, su ego –y por ende su propio ser– se reduce al estado más pequeño, más indefenso, más vulnerable. La mujer entonces se convierte en un ser inmenso, casi inalcanzable. Y en sus manos está que ese pequeño hombre vuelva a ser como alguna vez fue, o permanezca reducido de manera permanente.
El hombre del corto, al no ver la hora de que todo regrese a la normalidad, sufre un vacío interno y parece incapaz de hablarlo con ella. La mujer yace frente a él, dormida y desnuda. Tan cerca y la vez tan lejos. Tan simple y tan difícil de penetrar; majestuosa e intimidante. El hombrecillo entonces decide hacer algo que resonará de manera muy peculiar en el confundido corazón de Benigno: se desnuda, contempla la figura de su amante –también desnuda–, y la acaricia. Se entrega por completo; acepta su condición y de la misma manera en que los hombres se sacrifican ante los dioses que creen inmensos y absolutos, se funde con su amada. Se introduce en ella, de manera literal, para habitar por siempre y para siempre.
El hombre se ha vuelto uno con la mujer, en el supremo acto de comunión carnal.
Lo que este metafórico relato causa en benigno, desemboca –en pragmática contraparte– en una de esas situaciones en las cuales el juicio moral del espectador se pone a prueba. Y que determina para siempre la suerte de nuestros dos hombres, que despojados ya de toda armadura, se muestran imperfectos y a la deriva; lejos, muy lejos de aquella noción de saberse dueños de su propios destinos. Incapaces de comprender cosa alguna, y sin más recurso que contemplar a sus amadas en silencio. Hablando con ellas, rogando por una respuesta, por una señal; dispuestos a apartar cualquier obstáculo de su camino para dejarlas deambular libremente. Dispuestos también a entregarse y fundirse para siempre dentro de ellas, como aquel hombrecillo indefenso.
Así es como el cineasta español, quien había erigido un culto hacia la figura femenina a lo largo de su filmografía, utiliza a dos de sus mujeres y las vuelve ausentes, para poder así adentrarse y penetrar en lo más profundo de la mente de esas otras criaturas enigmáticas: los hombres.