Deben existir pocos directores que hayan retratado la corrupción del alma humana como lo hizo el francés Jacques Demy. Fue un cineasta con más de una cara; en su filmografía encontramos tanto adaptaciones de fábulas y cuentos infantiles como The Pied Piper o Peau d’âne, como la misma La baie des anges, en la que el tono infantil se transforma en uno ligero y agitado alrededor de su tema principal: el juego.
En Baie des anges, un hombre que trabaja en un banco, Jean Fournier, se interesa por cómo se lo ha montado uno de sus compañeros, Caron, para conseguir dinero suficiente y comprarse un coche de alta gama. No es una coincidencia que este amigo se llame Caron, como el personaje mitológico que guiaba los desgraciados hacia el infierno, pues es el quien le muestra cómo funciona el mundo del casino. Jean pronto vive el delirio de creer que en el juego hay algo más que fortuitas e infortuitas casualidades. Eso, a lo largo de la película, lleva al protagonista de las ganancias a las pérdidas radicalmente: cada día de juego es decisivo; unos minutos son suficientes para pasar de la pobreza a la riqueza, y al revés.
Jean no es más que un hombre disciplinado que, por un cruce en su destino en mal momento, es seducido con la manzana de Adán y Eva. Sin embargo, en esta historia, Eva no es sólo Caron, también Jackie, interpretada por Jeanne Moreau.
Es entonces cuando el juego comienza a jugar diferentes roles; el juego, en palabras de la propia Jackie, como religión, y, sobre todo, el juego como obsesión, igual que el amor; en el protagonista existe una necesidad de riesgo, de no conformarse con lo rutinario y monótono. Y, entonces, ¿entre dos personalidades tan distintas podría funcionar una relación?
Según la filosofía de vida que cada uno tenga, el final de la película, indesperado como muchos momentos de la historia, se leerá de mil maneras distintas.