Suo Tempore
Piensen que entran a una iglesia, rebosante de años, arcaica; imaginen la portada exacerbada, colmada de imágenes, de ornamentación profusa al frente y depositada en una superficie despejada con la que contrasta. Imaginen la masa enorme de piedra; dos torres a los costados con campanas colgando a la mitad de sus cuerpos, cuya longitud se extiende por decenas de metros hasta tomar una forma afilada, esbelta, distinguida. Imagina la vasta sombra del templo ocultando tu cuerpo, te adentras a sus interiores a través de los prominentes accesos bajo frontones labrados. Imagina el gélido sentir de los muros de cantera, de los siglos que inundan el aire. Deambula bajo la bóveda de crucerías, discurre en los detalles: las arcadas sobre los capiteles que coronan las columnas, la barandilla de hierro forjado del nivel superior, el altar cubierto de platería, el bello retablo de madera. La multitud de pormenores invaden tus sentidos, empiezan a envenenar tu mirada. Estas soló dentro de una monumentalidad, como si un monstruo de calicanto acabara de devorarte. Las puertas se sellan.
Corres hacia ellas y añoras el exterior, pero ya es imposible huir del coloso, un cerrojo robusto te impide el paso. Las sombras invaden el suelo; inquietas, deslizan sus mantos oscuros bajo tus pies. Huyes hacia el centro de la nave, en la que la escasa luz de la vidriería, en la parte alta de la iglesia, incurre hacia su interior. No es sólo la ornamentación la que decora el templo, son sus fantasmas los que lo empapan de un embrujo gótico, un inventario de espíritus anda en sus paredes, lamenta su imperecedera soledad. Llegaste ahí por ellos, te invitaron sus susurros, querían compartir contigo el abandono a la penumbra de un momento atrapado en el tiempo. Los verdaderos dueños del espacio son quienes nos precedieron, quienes encadenaron allí sus almas. ¿Crees en fantasmas? A ellos no les importa. Te has sumergido a su mundo, sobrevivirás bajo sus preceptos. Sus conciencias de eventos terribles se amontonan a tu alrededor; navegan en el ambiente con túnicas renegridas, roídas, largas y viejas; faltan de carne y huesos, pero a través de su aflicción eterna y mística pueden tocarte. Están muertos, pero bajo sus capas aún parecen vivos. Un huracán de sombras vence tus piernas y caes al suelo, la bruma te asfixia, te esfuerzas por levantarte pero las tinieblas te han envuelto. Prensan tu cuerpo, tu espíritu, tu mente, te aprisionan en la roca, te has convertido en uno de ellos; ahora eres un fantasma más de la iglesia. Súbitamente aceptas que formas parte de la oscuridad y te invade el reposo. Has convertido tu miedo en quietud. Ahora existes entre el horror de tu naturaleza y un acuerdo con el destino, de una promesa, la de un sentimiento atrapado en la inmortalidad.
Tenemos la capacidad de ver el mundo diferente, con menos realismo, con gran ilusión. Todo es susceptible a despertar una historia. La imaginación nos dispone a abandonar la verdad y zambullirnos en una mentira, fantástica, aventurera. Todo esconde una existencia audaz, en la que un hombre que camina en la calle puede ser un vampiro, un indigente convertirse en un erudito de la hechicería, una mujer puede desvanecerse en el aire, en la que las paredes se mueven a voluntad, en la que el viejo baúl de la abuela puede ocultar un genio y una iglesia podría estar plagada de espectros. Vivimos en una condición psíquica, en la cual los desvaríos de la mente pueden confluir con la objetividad y hacer de los eventos habituales una peripecia. Existe un fenómeno llamado “Sueño lúcido”; de padecerlo, un individuo estaría consciente de estar soñando. En el sueño común predomina la percepción y emoción, que integran la conciencia primaria; la autoreflexión y metacognición no interfieren en el proceso del sueño, no así durante un sueño lúcido.
Hay ciertos criterios que precisan el estado: el soñante sabe que sueña; sus acciones en el sueño gozan de plena libertad; su razonamiento no se encuentra limitado; sus capacidades perceptivas son equiparables al del estado de conciencia; tiene todos sus recuerdos; puede memorizar con claridad el sueño; puede interpretar los eventos dentro del sueño. Se podría decir que el sujeto está dormido y despierto a la vez. Si nuestra conciencia reside en algo así, es posible que la mente deforme la realidad según los parámetros de cualquier sueño. El pequeño Guillermo del Toro padecía de sueños lúcidos, mientras estaba en su cuna veía fantasmas a través de los barrotes. Su cabeza le hacía estragos con sus pesadillas, dejaba escapar a los monstruos para habitar la recámara. Atemorizado, Guillermo hizo un pacto con las criaturas que veía: “Déjenme de asustar y prometo que seré su amigo toda la vida”, los fantasmas no eran perversos sólo se sentían muy solitarios, en el niño hallaron un confidente. Ya no es hoy un chico, tiene más de 50 años y haber cobijado a los fantasmas de aquellas noches de pánico ha sido su mejor decisión, ha mantenido su promesa y a cambio ha desarrollado un trabajo íntegro, fiel a sus anhelos. Los fantasmas de la niñez crecen con uno. ¿Hay en realidad maldad en estos fantasmas?
Las historias para Guillermo del Toro guardan un profundo origen infantil, concibe el entorno a la manera de un cuento de hadas. Tras una suerte de velo se encuentran los villanos que ponen en dificultades al héroe, confrontan la maldad, el protagonista descubre sus capacidades y atraviesa el umbral entre la juventud y la edad adulta. Es común que la maldad venga representada por seres aberrantes; sin embargo, es un arreglo injusto. Los más insólitos personajes folclóricos responden a una necesidad primitiva de favorecer a la imaginación. Los licántropos, orcos y brujas no son malignos por responder a su naturaleza. Como al león que devora al antílope no lo podemos juzgar, a las bestias de cuentos de hadas no los debemos satanizar por asustarnos, ya que a su forma gozan de absoluta pureza. Apreciar el encanto de estos seres es obra de la virtud empática de los humanos; hallar belleza en el monstruo, vislumbrar más allá de los límites estéticos, y simpatizar con sus cuestiones. Guillermo del Toro mira a la esencia de estos seres y descubre su gracia particular. Nos es difícil aceptar que incluso nuestros temores pueden resultar sublimes. Preferimos el cuento de hadas clásico, el que no nos arrebata los dogmas, el que no compite con nuestros términos de lo excepcional y lo detestable.
Al otro extremo del panorama apreciativo, se encuentra el relato anárquico, el que provoca nuestras mentes, desvela los hechos y recurre a elementos confusos, en apariencia desorganizados; el que nos motiva a juzgar las enseñanzas de nuestra herencia social, a construir consideraciones propias. En ese tenor se encuentra Guillermo del Toro. Es aún más difícil empatar la vida ordinaria al cuento de hadas, pues algunas realidades sobrepasan las historias que pudiéramos plantear; lo extraño es que hay cuentos de hadas que aceptamos día a día y que sí desmoronan nuestra humanidad. Las diferencias inventadas entre unos y otros, la sugerencia de estar enfrentados. Los cuentos de hadas en la vida real pertenecen a ese universo de ideas de las que nos valemos para convocar a la guerra, y quienes mueren en combate yacen gracias a una falacia, a una venda en su discernimiento. Los humanos fallecen en nombre de las fábulas que les contaron los verdaderos monstruos, en cambio acusan a la fantasía de niñería, cuando lo inocente es creer que somos distintos, siendo que en realidad todos somos fantasmas de nuestro tiempo. Por eso, podemos querer a los monstruos porque se nos parecen.
Desenmarañar el relato mítico de la superstición es tarea de un artista. Cavar hasta toparse con su esencia más sensible y descubrir al monstruo como un ser afectivo, pueril y dolido con el mundo, hacerlo sustancial en un sentido temático, complejo. El ímpetu de Guillermo del Toro está depositado en indagar anímicamente en sus preciadas criaturas, como en el vampiro, un ser temible que una vez fuera humano, resurgido desde la eternidad, mendicante en el mundo de los vivos. Hay poca nobleza en el ciclo vampírico. Más allá de la construcción arquetípica de Bram Stoker en su novela Drácula, un “no muerto” podría ser un individuo en lucha perpetua por mantener un indicio de su casi extinta humanidad. Abordar al vampiro con una soltura piadosa podría acabar en un producto subversivo hacia su género. Muchos sociólogos señalan que la creencia en seres capaces de arrancar la vitalidad de los seres humanos es tan antigua como la humanidad misma. Entonces podríamos decir que los vampiros son, en efecto, seres ancestrales cuya tradición es tan longeva como las más primitivas comunidades humanas.
Desde la aparición del arquetipo construido por Stoker, el vampiro nos ha sido evocado como el fruto de una suerte de contrato satánico, nuestra aproximación al tema conserva teñidos aspectos románticos a la forma de individuos de alta cuna y sexualidad velada tras marcados modales. Los conocemos como un icono, cuya mortandad depende de otras supersticiones: el agua bendita, los símbolos sagrados, o la luz del día; tampoco pueden entrar a aposentos extraños sin ser antes invitados. Del Toro conoce los aspectos más tradicionales de la imagen vampírica, pero deconstruye al monstruo para dejar lugar a su interpretación, según sus esbozos.
La invención de Cronos de 1993, su ópera prima, aborda un renovado dimensionamiento del misticismo, en un estilo menos puritano y elude el molde de Stoker. En la película la condición de “nosferatu” se convierte en una afección transmitida a través de un mecanismo en cuyo interior reposa un insecto unido a una serie de engranajes, mismo que alimenta el dispositivo para dotar de “longevidad” a su portador. Cae en manos de un anticuario, quien obtendrá vitalidad a cambio de una gran apetencia de sangre. El artefacto es el engendro sedicioso de un alquimista huidizo de la inquisición, quien durante el siglo XVI perfecciona la técnica que dará funcionamiento al aparato. Después de cuatro siglos, bajo las ruinas de un derrumbe ocurrido en 1937, se encontró a un hombre senil, de piel blancuzca y marchita. Era el alquimista. Su legado sui generis reposaría décadas dentro de una escultura de San Miguel Arcángel hasta ser encontrado por el señor Gris, dueño de una tienda de antigüedades, y su nieta, Aurora. En la película la forma del vampiro viene dada no por una suerte de maleficio, sino por el conocimiento y la experimentación. El bosquejo bien confeccionado de Drácula es sustituido por los saberes insaciables del hombre y su deseo de supervivencia; la idea de encanto o gallardía quedan descartadas, en retribución, la historia de Del Toro obtiene verosimilitud y riqueza narrativa.
Su aportación es una perspectiva otoñal de la leyenda, en la que un hombre entrado en años teme a la muerte por ser, además de una verdad indiscutible, muy cercana. Juguetea con un argumento usual en las temáticas de su cine: la maravilla de lo repudiable. El secreto de la inmortalidad está presente en la espesa sangre de un insecto. Pese a su apariencia ha sido beneficiado por habilidades fuera del dominio del hombre para su reparo. Los insectos son milagros de la naturaleza, vestigios prehistóricos capaces de levantar cargas mucho más densas que ellos, resistentes a daños mortales, aptos para sobrevivir siglos bajo una roca hasta recibir la luz del sol en un día afortunado. ¿Tendrá razón Guillermo del Toro? ¿Dentro de la absoluta sabiduría de la creación, serán los insectos —tan aborrecidos por el hombre— las criaturas favoritas de dios? Tal vez sea así, y en el perfecto esquema de la existencia no seamos más que larvas que deberían envidiar a los monstruos.
El poder empático de Guillermo queda expresado en Aurora, quien, aunque reservada, viene a representar los eventos sórdidos del guion vistos desde la perspectiva de un niño y una relación inexorable entre familia. El lazo entre Aurora y su abuelo, emergido como un ser de la noche, invoca las impresiones del director hacia su abuela, cobijo emocional para Del Toro durante sus primeros años. La película nos hace considerar la naturaleza del cariño como algo abismalmente virtuoso, libre de estipulaciones. Aurora ama a su abuelo aún después de presenciar su conversión en algo que, en otro rostro, bien podría detestar. La facilidad de impregnar a los personajes de dulzura está representada por el momento en que la niña oculta al viejo en un enorme cofre en el ático, entre juguetes y peluches; mientras pinta las paredes de alrededor con intenciones dulces: mariposas, hadas y soles. Al final, el señor Gris es fundamental en la vida de Aurora, el amor evoluciona, pero se sigue nutriendo igual que el impulso sangriento del vampiro.
La vocación gótica de Guillermo y su afán por empapar los hechos empíricos de fantasías lo llevaron hasta España para realizar El espinazo del diablo en 2001, que siendo una historia sencilla acaba como una exposición eficaz de otra entidad del folclor universal: el fantasma. En tiempos más vetustos que el antiguo testamento, cayó una estrella del cielo, expulsada del firmamento a merced de su tremenda soberbia, su nombre era Lucifer. Con la espalda rota, el ángel golpeó la tierra para convertirse en las cordilleras, cumbres y montañas. Agónico, lloró por siglos hasta que sus lágrimas inundaron los valles. Con el pasar de las eras sus sollozos agitaron el mundo, su ira despertó volcanes envueltos en erupciones y su aliento envenenó el aire. Si pensamos en España durante principios del siglo XX, despertaríamos la memoria de un pueblo adepto a creencias populares, un fenómeno común en países hispanohablantes; dentro de la galería de supersticiones, ésta es la que da nombre a la película; le llaman espinazo del diablo a cierta deformación en recién nacidos, cuando la columna se encuentra superficial, fuera de la piel del cuerpo. Es un hecho inusual, una anomalía en la constitución congénita del feto, aunque no es un evento sobrenatural podría parecerlo. El desplome de Lucifer no guarda relación lógica con la alteración del cuerpo; sin embargo, la apariencia monstruosa de una condición física despierta nuestra inspiración para enlazar un relato antiquísimo con un estado que la investigación pudiera explicarnos. La ciencia no nos es suficiente, estamos diseñados de tal forma que nos es imposible calmar el esfuerzo de descubrir sus misterios, la fantasía profundiza en un panorama, holgado, opulento y desprovisto de límites; es nuestra imaginación la que propicia el desarrollo de la ciencia, no por el contrario.
El argumento nos coloca en Santa Lucía, un orfanato y refugio para un grupo de Republicanos durante la Guerra Civil española. Un misterio empieza a desvelarse con la llegada de Carlos a la institución y el descubrimiento “del que susurra”, un personaje que atemoriza al resto de infantes y vaga en los corredores. En el patio descansa una bomba, el día que cayó, murió un niño entre los internos, ahora su fantasma vigila la finca; mientras el proyectil espera, convertido en monumento, como una promesa prendada del destino que no fue, el rumor de la guerra y el miedo constante.
El cenit artístico de Guillermo del Toro tardaría un lustro más en llegar y lo que se había comenzado a gestar en un barrio clase mediero de Guadalajara, germinó, de nuevo, en España. El laberinto del fauno fue proyectada en salas de cine en 2006. A más de una década de haber visto el filme, aún se nos sugiere como una obra artística puesta al día. El espíritu del Laberinto del Fauno sigue indemne ante el transcurso de los años, el trazo fílmico del director se mantiene intacto, pasmoso y lozano, como si en lo que respecta a la imaginación de su autor no pasara el tiempo. Ofelia, de 13 años, viaja con su madre hasta un pueblo español, alejado de la ciudad, para residir con su padrastro, un capitán de las fuerzas armadas en tiempos cumbres de la dictadura de Francisco Franco. Ofelia, como Del Toro, no reconoce barreras entre sus ensueños provocados por los libros que lee y la verdad. Su madre espera dar a luz al hijo del capitán, mientras la muchacha añora el recuerdo de su padre. Como buena parte de España, Ofelia también está herida por la guerra, la pérdida y los nuevos compromisos que debe asumir con el recién contraído matrimonio de su madre, y todo la somete emocionalmente. Para sobrevivir permanece ensimismada en sus pensamientos. Ofelia cree ser una princesa y para recuperar sus derechos reales deberá cumplir con tres pruebas a encargo de una criatura del bosque, retirada en las ruinas de una extinta civilización: el fauno.
Las diligencias de Ofelia guardan sus significados, en la primera debe envenenar a un sapo que vive en el tronco de un árbol y que no permite que florezca. Las ramas marchitas representan la feminidad infecta por el patriarcado, que está simbolizado por el deforme sapo. Para adentrarse a las raíces Ofelia se desprende de un estupendo vestido, lo que se lo podríamos atribuir a la falta de prejuicios y estereotipos en la pequeña. Un grupo de hadas la guiarán para llevar a cabo la segunda prueba, atravesará una puerta dibujada con tiza hasta una habitación irreal, donde, frente a un comedor alargado y con apetitosos platillos, duerme un monstruo humanoide, pálido, con el pellejo holgado y sin ojos; la exuberancia del banquete sugiere una posición favorecedora, los elementos de alrededor aluden a elementos propios de un templo católico, en conjunto parece una alegoría de la iglesia, deliberadamente ciega, frente al aún injusto mando tiránico de España. La última prueba obliga a Ofelia a llevar a su recién nacido hermano a los aposentos del fauno, pues sólo la sangre derramada del inocente abrirá la ruta que la llevará hasta su reino fantástico, en el que alcanzará la felicidad anhelada. Ella es incapaz de hacer daño al bebé, su benevolencia la hará averiguar si, después de todo, en verdad es una princesa.
El laberinto del fauno es una historia contada a partir de un tacto inmejorable con excepcional concepción de la belleza. Trae el cuento de hadas a la modernidad y nos hace reformular nuestro entendimiento de la niñez, la fantasía y la vileza que parece favorecerse de la adultez. Dice la madre de Ofelia en una de las escenas: “Te estás haciendo mayor y pronto entenderás que la vida es mucho peor que en tus cuentos de hadas. El mundo es un lugar cruel y eso vas a aprenderlo, aunque te duela”. Pese a lo dicho, el sentir de la película es distinto, como un verso a la vida y a la imaginación, pero por completo consiente de la naturaleza dual de las cosas, en la que no puede haber felicidad sin miedo, en la que si se suprime algún extremo de la ecuación se desmorona el sistema, por lo tanto, Del Toro se vale de la oscuridad para revelar la luz.
Decía Freud que un hombre que sueña es un hombre infeliz, también reconoció que es imposible vivir sin sueños. Los objetivos irrealizables de nuestras vidas se manifiestan cuando la imaginación transforma lo que vemos. Soñar es la forma perfecta de sublevación. En manifestaciones tan humanas como la guerra no puede faltar quien sueñe, sólo así se pensará que con el amanecer vendrá la paz; igual que sueña Ofelia moribunda bajo el gotear de un par de ojos llorosos que la lamentan. Hay en Guillermo del Toro un ánimo violento, desobediente, hace mella en sus películas y está visible para quien sepa dónde mirar; ya lo dice uno de sus personajes al capitán de la guardia: “es que obedecer por obedecer así, sin pensarlo, eso sólo lo hacen gente como usted…”.
Un hombre absorto en las historias de monstruos puede infundir afecto en sus espectadores, como un enorme abrazo cálido. Hay historias por doquier: en la niña que teme mirar en su armario por las noches, en quienes escuchan crujir la madera de sus camas, en la multitud de pasos que van por una calle concurrida, en el eco de nuestra voz dentro de una iglesia; dejemos que esas historias despierten y cuando creamos conveniente, contémoslas sin temor a que el mundo rechace a nuestros monstruos. Si lo hace habrá, por lo menos, un lugar para ellos en nuestros oscuros corazones. Por el momento es cierto que los monstruos de Guillermo del Toro han encontrado cobijo en millones de espíritus, y ahora el niño asustadizo por los fantasmas de su cuarto duerme tranquilo.
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Nota:
El párrafo de apertura del texto nos presenta una iglesia. La cual, les confesamos, está ligeramente inspirada en la catedral de Guadalajara. En honor al lugar que vio nacer a los primeros monstruos en las conocidas libretas de apuntes de Guillermo. No nos queda más que desearle éxito esta temporada de premios, en todo caso, los monstruos también le agradecen más de lo que él cree.
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Si quieres saber más sobre lo que inspiró a Guillermo del Toro a crear su última película, entonces conoce el cortometraje en el que se basó para hacer The Shape of Water.