El mundo infantil es un misterio. O al menos así ha sido analizado a través de la Literatura y posteriormente la televisión. Desde los temores extravagantes y sin forma en la mente infantil hasta su capacidad ilimitada para la esperanza, la niñez ha sido caldo de cultivo hacia una forma de comprender el mundo. La mente del niño parece ser una fuente inagotable para historias de todo tipo. Shirley Temple lo descubrió en los dorados años 30, cuando se convirtió en un ícono mundial de la ternura. Sus películas fueron éxitos inmediatos y elaboraron una percepción novedosa del cine protagonizado por un rostro infantil. Se trató quizá de la primera vez que un niño se convirtió no sólo en parte del mundo cinematográfico, sino en una nueva forma de entender al cine.
A partir de las décadas de los 70 y 80, esta noción de la inocencia creó un subgénero que analizaba el punto de vista infantil. En 1982, Spielberg creó una nueva percepción de lo desconocido, el temor y la incertidumbre con ET: El extraterrestre. Para Spielberg, la niñez no sólo es símbolo de pureza, sino una idea mucho más elaborada: esa audacia de la aventura es un riesgo emocional tan extraordinario como espontáneo; un discurso que se mantiene a pesar del transcurrir del tiempo y el posible desgaste del discurso visual. En otras palabras, Spielberg analiza las nociones de lo que conmueve y lo que emociona; lo hace desde la perspectiva del asombro, de esa mirada infantil que se plantea desde el descubrimiento, que lo hace inolvidable y puro.
No se trata de una fórmula nueva, mucho antes que él Harper Lee dotó a su Scout en Matar a un ruiseñor de la misma mirada desconcertada e inocente, la cual convirtió la historia en una delicadísima y dulce reflexión sobre la naturaleza del prejuicio. También lo hizo Roald Dahl, pero desde una óptica muchísimo más maliciosa y traviesa. Por supuesto, las novelas del autor británico estaban dirigidas a un público juvenil, a diferencia de la audiencia adulta de Lee; pero aún así, ambos autores coincidieron en lo mismo: cómo construir un discurso que pudiera despertar empatía, identificación y, sobre todo, mantenerse íntegro a pesar del tiempo y el posible contexto de lector.
Roald Dahl escribía para niños y lo hacía desde la óptica de los mismos. Irreverente e irritante, el propio escritor solía insistir en que sus libros no estaban dirigidos a adultos, sino a los niños tercos y traviesos que vivían aún en algún lugar de su mente. Llegó a decir que la clave de su éxito era “conspirar con los niños contra los adultos”. En una entrevista que fue publicada por el periódico Independent en el año 1990, Dahl admitía que sus libros no estaban dirigidos bajo ningún aspecto y bajo ningún motivo a los adultos; y que de hecho, el mundo adulto debía tratar de comprender —en la medida en que se lo permitiera su arrogancia— ese otro universo magnífico que había abandonado. En una de sus habituales frases, insistió que “puede ser una fórmula simplista, pero funciona; los padres y los maestros son el enemigo”.
Dos años más tarde que Spielberg, Stephen King reinventaría la fórmula en el clásico del terror It, en la que una pandilla de niños debe enfrentarse a una criatura sin nombre que usa sus peores temores como un avatar temible. Con una aparente pátina de inquietante historia de un verano infantil —esa época de gracia en la que todo puede ocurrir—, King lleva el terror a un astuto juego de espejos. Nada es lo que parece en una narración enciclopédica sobre los orígenes de los temores y las argucias de la maldad en estado puro. A través de su banda de marginados y los estereotipos que encarnan —el tartamudo, el niño gordo, el asmático, la niña maltratada—, el escritor crea una hipótesis sobre lo que sostiene a todas las historias de terror y las hace inolvidables. Personaliza esa noción sobre el misterio de los terrores infantiles, y después les da un sorpresivo giro al asumir la existencia de un ente maligno y primigenio que encarna todos los misterios del miedo sin nombre.
Tal vez por eso todo parece tan familiar en la serie Stranger Things de los hermanos Matt y Ross Duffer, cuya segunda temporada acaba de estrenarse. La primera temporada asombró por su frescura, por su capacidad para combinar la aventura, el terror, el suspenso y la nostalgia en una producto de notable calidad. Convertida en un éxito de crítica y un fenómeno de masas, los Duffer tenían la pesada responsabilidad no sólo de superar su primer experimento argumental, sino hacerlo más profundo y expandir un universo complejo, sin perder la esencia que convirtió la primera temporada en una impecable construcción narrativa y visual. La segunda temporada lo logra y lleva todo a un nuevo nivel: esa búsqueda del dúo de la percepción de lo complejo, rico y brillante que puede ser el mundo infantil. En esta ocasión, no sólo se trata de un inteligente ejercicio de nostalgia —tal y como lo fue durante la primera temporada—, sino que se suma una brillante concepción de la Ciencia Ficción, la fantasía y el terror envuelta.
En la segunda temporada, los Duffer logran el perfecto equilibrio entre la referencia básica —esa asombrosa decisión de retrotraer la forma y el fondo con una batería interminable de detalles visuales que convierten a la serie en una colección de imágenes melancólicas—, y la capacidad de innovar. Porque Stranger Things como elemento novísimo de la cultura pop es algo más que una serie construída para evocar una época y homenajear a una década: en realidad se trata de una celebración a los hijos de una generación nacida entre las bicicletas, walkie-talkies, televisores de tubo, radios, miedos y terrores casi inofensivos; una generación anterior a la hipercontextualización y comunicación; a la inocencia en estado puro que los Duffer logran recrear con un maravilloso sentido de la oportunidad y el buen gusto.
Por supuesto, la segunda temporada de Stranger Things es también un homenaje al imaginario de los míticos 80; el dúo de directores no disimula su evidente influencia del cine de Spielberg, Dante y Carpenter, o en las narraciones de nítida estructura de un joven Stephen King. Y lo hacen sorteando con habilidad las trampas melancólicas en estilo y forma. Elaboran una propuesta sólida que se sostiene a pesar de las múltiples referencias y de la noción sobre lo visto y añorado. La serie cumple con el requisito de autonomía visual y es original a pesar de la estructura referencial que la sostiene. Hay algo nuevo, recién descubierto, que impresiona y conmueve en este producto lleno de significado que avanza con buen pie, entre la melancolía evidente y algo más sutil.
Stranger Things es un híbrido de ideas, planteamientos y puntos de vista que resulta complicado de analizar si se le toma como una única mirada. Pero más allá de cualquier cosa, la serie es un compendio de cultura popular cuidadoso, asimétrico y reconocible. Y ésa es su mayor baza, la expresión más profunda de un género bastardo que parece nacer y construirse a partir de piezas sueltas que de alguna manera —y por obra y gracia de un maravilloso guión— encajan de manera casi perfecta. Con toda seguridad, la serie está llamada a convertirse en objeto de culto inmediato; mucho más ahora que su segunda temporada reafirma los valores de la primera y construye una visión sobre los vínculos entre los personajes mucho más densa, compleja y firme. Quizá desde esa perspectiva, en ese espacio donde la niñez parece algo lleno de conjeturas éticas y de pura belleza imaginada, es que pueda explicarse su éxito; su capacidad para conmover, deslumbrar y cautivar.
**
Si eres un fanático de esta serie de Ciencia Ficción que nos robó el corazón, te recomendamos leer este artículo sobre todas las referencias escondidas en la serie; además, conoce la teoría científica que aparece en “Stranger Thing” y que podría ser real.