A principios del siglo XIX, el mundo contemplaba con asombro la forma en que la Revolución Industrial modificaba todos los hábitos de vida de la población de entonces. La sociedad inglesa fue la primera en sumergirse completamente en la dinámica industrial que siguió a las leyes de cercados (fencing) que posibilitaron la formación de núcleos de trabajo: por un lado, una minoría de personas con los medios y la capacidad de emplear a otras, y por el otro, la enorme mayoría de población desposeída, que no teniendo otra forma de subsistir más que contratándose con algún empleador, se vio obligada a vender su fuerza de trabajo.
En la Inglaterra victoriana, la pobreza creció de forma desmedida mientras las fábricas concentraban cada vez más núcleos urbanos a su alrededor. La producción aumentaba frenéticamente y la inmensa cantidad de trabajadores desempleados y obligados a abandonar sus tierras u otras formas de subsistencia produjo un entramado social que trajo consigo disposiciones jurídicas como las leyes de pobres, que requerían de justificaciones teóricas que lograran contener el descontento y la decadencia de la sociedad en su conjunto.
Sin duda, el intento más próspero de justificar la condición de desigualdad entre clases es el esfuerzo de Thomas Malthus, un clérigo y demógrafo inglés que a través del tratamiento de datos de un grupo de cifras estadísticas sobre la población de entonces, aseveró que la raza humana presentaba una tendencia inherente a un crecimiento desmedido de la población, que traería consigo una hambruna generalizada como la que en aquellos momentos se estaba viviendo. El postulado de Malthus, grosso modo se explicó en la sentencia que reza que mientras la población crece a razón geométrica, los alimentos hacen lo propio en proporción aritmética.
“En ese momento y con la teoría de Darwin en puerta, nació un fabuloso mito que se ha mantenido hasta nuestros días como una certeza científica entre la opinión popular: los alimentos son un bien escaso ante el frenético crecimiento de la población mundial”.
Bajo esta lógica, era sólo cuestión de tiempo para que llegara el momento en que la superpoblación humana creciera a tal grado que la simple suma del total de los alimentos en el mundo terminaría por ser insuficiente y ocasionaría una catástrofe alimentaria de magnitudes mundiales. En ese momento y con la teoría de Darwin en puerta, nació un fabuloso mito que se ha mantenido hasta nuestros días como una certeza científica entre la opinión popular: los alimentos son un bien escaso ante el frenético crecimiento de la población mundial.
La premisa llega hasta nuestros días como una verdad lapidaria que se reproduce como una tendencia inevitable y funciona a la perfección para crear una justificación ideológica de que más de 870 millones de personas carezcan de alimentos diarios a nivel mundial sólo porque no existen las condiciones (sea por causas de superpoblación, falta de productividad o de tierras cultivables) para que cada persona realice al menos tres comidas diarias, iguales a 3 mil kilocalorías, la cifra de consumo calórico de un europeo promedio.
Contra este mito, la certeza de las cifras es clara: distintos estudios confirman que con el nivel de progreso técnico y la productividad actual, la producción mundial de alimentos supera al número de la población total en una proporción de 1.5 veces. Esto significa que la producción de alimentos a nivel mundial es suficiente para alimentar a 10 mil millones de habitantes, cuando el planeta tiene menos de 8 mil millones de personas.
¿Cómo es posible que casi mil millones de personas se encuentren en hambruna a nivel mundial, cuando la tecnología y productividad actual da para alimentar 1.5 veces más de lo necesario a cada uno de los habitantes del mundo?
Las cifras demuestran que, definitivamente, el problema de falta de alimento a nivel mundial no es más que un mito que se prolongó durante siglos y hoy funciona como un consuelo malsano para tratar de ignorar las verdaderas causas que provocan que millones de personas mueran anualmente por causa de inanición: la distribución de la riqueza y el ingreso más desigual en la historia de la humanidad. Sólo a partir de esta lógica es posible entender cómo es que los supermercados tienen miles de productos en stock, además de la comida que “caduca” después de estar un par de horas disponible en restaurantes y hoteles.
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El peligro de los saberes pseudocientíficos cuando se toman como verdaderos es la ignorancia y legitimación de causas inexistentes en la sociedad. En realidad se trata de un problema sistémico que no se preocupa por producir a gran escala para terminar con la falta de alimento, sino para aumentar las ganancias de la enorme industria alimenticia a nivel mundial. Conoce las consecuencias de la teoría de Darwin aplicada en la sociedad, o bien, descubre las ideas científicas de la antigüedad que fueron olvidadas por la Iglesia.