Recuerdo –en particular– el nombre de un personaje de Hayao Miyazaki: la Bruja Calamidad. Esta inmensa mujer de mirada helada y poderes inimaginables, termina convirtiéndose en una especie de masa amorfa y flácida sin personalidad; como un helado derretido bajo el calor del verano. Esta "peligrosa" hechicera lo pierde todo al sufrir de un amor no correspondido; una temible e imponente figura, pasa a ser una pequeña pasa de intelecto nulo.
Volverte nada después de tenerlo todo y pasar del amor al odio no sólo sucede en películas como "El castillo vagabundo", sufrir al amar a alguien que decide irse es la constante historia que millones de personas lloran hoy.

En cuanto a mí... sigo preguntándome cómo pasé de amarte a odiarte. Creo que todo comenzó cuando te vi desde lejos, tan natural y con motivos de sobra para sonreír. Envidiaba y admiraba tu capacidad para ser feliz y para, en cualquier lugar, ser tú mismo. Creí que entre más cerca estuviera de ti, más fácil sería encontrar mi propia felicidad; pero sólo me colgué de la tuya.

No pasó mucho tiempo para que tu música favorita se convirtiera en la única que quería escuchar. Después, mis palabras comenzaron a parecerse a las tuyas; el problema llegó cuando mis pensamientos y emociones se fusionaron con los que tú tenías.

Todo en ti me parecía maravilloso. Mi capacidad para discernir entre lo que me hacia feliz y lo que me lastimaba se desdibujó poco a poco. Aprendí a reflejarme en ti como en un espejo y confundí el amor propio con el cariño que me dabas.

Sin necesidad de besarnos o tocarnos, mi alma y la tuya se rozaban, al igual que nuestros corazones se anudaban el uno con el otro. Todo lo que quería se redujo a tu nombre y mi definición de felicidad se volvió: "estar contigo".

Todos mis planes se volvieron el mismo, enraizarnos juntos para vernos crecer el uno al otro. El problema es que tú no necesitaste de mí para florecer... No obstante, tu presencia se convirtió en mi agua, mi luz y mi tierra.

Entonces todo empezó a tambalearse. Eras capaz de penétrame hasta el alma con una mirada, con dos palabras o un movimiento, pero ya no tocaba tus pensamientos y tampoco era uno de tus mayores deseos.

Como cualquier ser humano, pensabas con la cabeza y amabas con el corazón. Sin embargo, yo sólo podía hacer una de esas dos cosas y elegí la segunda. No tenía cabeza, voluntad ni valor; así perdí mi libertad, independencia y fuerza.

No es que hayas dejado de quererme, simplemente yo te amaba demasiado: mucho más que a mí misma y tanto como para morir por ti. Te amé incondicionalmente, pero de manera insana...

Nunca deseé nada con mayor fuerza, como deseé que me adoraras; pero también anhelaba nunca haberte conocido. Me ardía la dermis cuando no estabas cerca de mí. Al mismo tiempo pensaba cosas horribles cuando te veía de espaldas y tan indiferente a mi sufrir.

La realidad es que sobre mí había un universo de estrellas incandescentes esperando llegar a mi corazón, pero la única que brillaba era la que tenía tu inicial. Cuando me di cuenta de que me encerrabas dentro de ti, fue cuando comencé a odiarte poco a poco.

Tus comentarios comenzaron a herirme, pero jamás intenté callarte. Eras como una rosa con espinas que me gustaba seguir oliendo de cerca, aunque siempre me lastimaras.

Me hacías sentir bajo el agua: sin poder respirar, pero a la vez demasiado cómoda como para salir de ahí. Tu amor a medias me ahogaba y después me volvía sacar a flote.

Cada vez que rompías algo dentro de mí colocaba un curita sobre la herida. Así fue como el alma, mi autoestima y libertad quedó parchada como una muñeca remendada.

Tu me rompías, yo me quebrara y luego tu voz aparecía para barrer los pedazos del suelo. Como la cinta estropeada de un casete, tus justificaciones mareaban mi mente y confundían mis emociones. Aún así, tu son jamás dejó de sonar.

Comencé a odiarte un poco más y a entenderme menos. Mis sentimientos estaban revueltos, manchados de culpas y promesas olvidadas.

Tú eras el interruptor de mi felicidad, la electricidad que iba y venía dentro de mis huesos. Podías decidir cuánto reía o lloraba cada día; jamás te importó lo saladas que quedaran mis mejillas, pues siempre se trató de ti.

Eres el amor de mi vida, pero mi mayor pena también. Te colaste como un virus en mis poros y oscureciste la luminosidad de mi alma. Mi cuerpo era 80 % agua, 19 % miseria y el 1 % faltante se trataba de una esperanza que me mantenía a tu lado.

¿Qué esperaba? Que fueras el hombre del que leía en novelas románticas, que te dieras cuenta de cuánto te amaba para que hicieras lo mismo por mí. Confiaba en convertirme –por segunda vez– en la musa de tu vida.

Eso no sucedió, lo único que creció entre nosotros fue mi odio por tu ridícula manera de llamar mi atención. Misma que nunca entendí para qué querías, si cuando la tenías parecía que ya no te interesaba. Te amé tanto como odié tu mediocridad al entregarte a alguien.

Afortunadamente hoy te odio más de lo que te amo, sólo así pude decirte que no la última vez que intentaste deshacer mi corazón entre tus manos. Podría volver a quererte –en cuestión de segundos– como hace algunos meses, pues sé que lo único que me mantiene a salvo es saber que ya no eres mío.

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Todas las ilustraciones fueron tomadas de la cuenta de Instagram "lethargism"