Ilustraciones de Cecily Furlong sobre la historia detrás de mis orgasmos

Ilustraciones de Cecily Furlong sobre la historia detrás de mis orgasmos

Ilustraciones de Cecily Furlong sobre la historia detrás de mis orgasmos

Los orgasmos son de quien los trabaja. No pueden regalarse, comprarse, donarse ni transferirse. No pueden describirse ni dibujarse, contarse o fotografiarse. Tampoco se llega a ellos por un instructivo o un mapa de viaje. No puedes apresurarlos y tampoco evitarlos. Son, en última instancia, la esencia del placer físico más personal que puede conocer alguien en su vida.

 

Mis primeros orgasmos fueron a escondidas. La cosa se dio un poco por casualidad; una tarde de paseo en bicicleta comencé a percatarme de lo bien que se sentía el roce del asiento. Llegando a casa, quise repetir la misma sensación con mis manos y lo demás sucedió de manera natural.

Más tarde entendí que no es fácil ser una misma en un mundo donde es preciso mentir para no ser condenada, mucho más siendo mujer. Un hombre puede decirle a sus amigos que se masturba; que pensó en la vecina, en la maestra o hasta en su prima. Incluso, comparten “a escondidas” revistas para adultos sin que eso pase de una travesura adolescente.

Una mujer no puede decir eso sin ser tomada por sucia, enferma, loca, depravada, mal educada, puta… Por ello viví con ese secreto durante toda mi juventud.

En la clase de biología, aprendí de memoria cada uno de los milímetros del aparato reproductor masculino y femenino, pero eso no era lo que a mí me interesaba.

Yo quería saber cómo es que una simple fricción podría tener efectos tan explosivos; cómo mi cuerpo podía retorcerse de placer con sólo tocarlo, qué extrañas fuerzas químicas tenían que coincidir para que yo pudiera sentir lo que sentía.

 

Me di a la tarea de investigar. Iba todas las tardes a la biblioteca a ver leer un libro de sexualidad sobre cómo funcionaban los orgasmos. Claro, a escondidas. Por las noches ponía en práctica lo que entendía. Pero sucedió algo inesperado para mi: pensar en que tenía que llegar, lo complicaba todo. Cuando me forzaba tener uno, no podía. 

Todo se puso peor cuando tuve novio y entonces él me decía «que vivirá los mejores orgasmos de mi vida con él». Me contaba que «no era por presumir» pero que todas las chicas con las que había estado «se lo aseguraban». Yo nunca los sentí… y fue justo en esa relación cuando aprendí a fingir orgasmos. Comprendí que era sumamente sencillo y que él —y cualquier otra persona con la que estuviera— podría creerlo.

 

Después de años de mentir, me di cuenta de lo estúpida que era esa actitud. «¿Por qué fingir orgasmos cuando puedes tenerlos?», pensé. Sólo era cuestión de estar atenta a las señales que mi cuerpo mandara y no querer imponerle desde la cabeza cuál era el método que tenía que seguir, sino simplemente escucharlo y literalmente, dejar que todo fluyera.

Fue así como comencé a vivir un placer pleno, donde la culpa ya no cabía, donde era lo suficientemente madura como para tener el placer en mis manos y no sentir culpa por ello. Así como cualquier ser humano, tenía derecho a conocer mi cuerpo y amarlo tanto que podía darle placer si a mí me lo parecía.

 

Entendí que el amor y el sexo no son sinónimos y no necesariamente coexisten pero que, cuando lo hacían, el resultado era perfecto. El amor a otro podía ser primordial y existía, pero nadie iba a darme algo a lo que yo estaba negada. Un orgasmo entraba dentro de ese universo de cosas en las que tenía que darme permiso de sentir y, sobre todo, trabajar para alcanzarlo.

Desde entonces, los orgasmos me acompañan como mis compañeros en las tardes frías, en las noches donde no concilio el sueño y como un elemento primordial en los encuentros amorosos. Han sido parte de mi vida, del placer de estar viva y de la hermosa conclusión de que poseo un cuerpo que respira, que goza y que, inevitablemente, siente.

Todas las ilustraciones que acompañan esta ficción pertenecen a Cecily Furlong, una diseñadora de California, Estados Unidos. Conoce más de su trabajo en Instagram.

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