“Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact-disc y abrelatas eléctricos. Elige la salud: colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos unos trajes en una amplia gama de putos quejidos. Elige el bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá y ver teleconcursos que embotan la mente y explotan el espíritu, mientras llenas tu boca de puta comida basura. Elige pudrirte de viejo cagándote y meándote encima en un asilo, siendo una carga para los jóvenes a quiénes has engendrado para reemplazarte. Pero, ¿por qué iba yo a querer hacer algo así? Yo elegí no elegir la vida. Yo elegí otra cosa”.
Renton, Trainspotting
Despertar, ir a clases, al trabajo, regresar a casa, comer, fumar, emborracharse, consumir, consumir, consumir, ver la televisión, comentar en redes sociales, vivir al día, ver las noticias y darnos cuenta del horrible mundo en el que vivimos. Así es la realidad que muchos jóvenes enfrentamos: fuera de control, sin objetivos claros que definan nuestra vida y nos den un motivo para seguir adelante.
En un mundo que se preocupa cada vez menos por individualidades y más por un pensamiento homogéneo, vivimos con coerción y segregación. Este mundo coerciona porque a la fuerza debemos hacer lo que nunca pretendimos: buscar empleo para sobrevivir, pagar impuestos, ser productivos, competir, lograr algo y dejar huella. Segrega porque aquellos que no lo logran son catalogados como parias, como aquellos sin los que la sociedad estaría mejor, los que nadie quiere ser, a los que evadimos porque tal vez hundidos en la miseria de no saber qué hacer con sus vidas, probablemente sin los recursos suficientes para seguir estudiando o atados a la monotonía por no tener ninguna motivación que les infunda ánimo, han quedado rezagados ante las normas que la sociedad dicta.
Somos la generación del YOLO pero también del consumo insuficiente, porque algo nos ha hecho creer que como parte de esa satisfacción personal debemos comprar con fervor, con el ánimo de nunca rendirnos por alcanzar ese nirvana de felicidad que nos puede dar un producto caro o bonito. Así transcurren los días, con la idea de no lograr salir adelante, la incertidumbre del futuro y el problema de enfrentarnos a un presente sin dirección.
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Vemos los encabezados de páginas de Internet que nos cuentan las tragedias en todas partes del mundo, con guerras, pobreza o hambre, nos recuerdan que en cualquier momento podemos morir. Que en ninguna parte estamos seguros y en un instante que nadie imagina, el mundo puede acabar. El peligro está cada vez más cerca y nosotros, ante la latente amenaza, nos quedamos paralizados llenos de impotencia. Le preguntamos al otro cómo cambiar al mundo pero tan perdidos como nosotros, sólo responden que es imposible, se adentran en teorías conspiracionales para arrancar el problema desde las entrañas y matar al presidente, no dicen cosas coherentes, no intentan hacer algo que verdaderamente cambie lo que somos.
Estamos aburridos del destino que nos depara la vida, del contenido basura que vemos en televisión y la política que casi esclaviza a quien debería gobernar, pero sólo agachamos la cabeza y con el cabello cubriendo la mirada, decidimos no mirar, sólo vivir en el letargo y la parsimonia de no hacer absolutamente nada para cambiar la mediocridad de la que, hasta cierto punto, somos cómplices.
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En cuanto al amor, esta generación de jóvenes que quieren sentirse maduros, nuestra generación, pretende ver al amor con los ojos entreabiertos, porque nos enfrentamos a la idea de un romance de cuento de hadas, en el que los personajes principales viven felices para siempre, pero al mismo tiempo queremos ser libres, enamorarnos una sola vez, perdernos en la intensidad de unos años y después, morir solos, nunca más enamorarnos, ser los dueños de una vida dramática que, creemos, es capaz de resonar en nuestra conciencia, pero que sólo quede ahí. No queremos envejecer, ni solos ni con alguien a nuestro lado; no buscamos una familia ni tener hijos; sólo amor, pero un amor que no nos ate, que no duela, que disfrutemos en lugar de sufrirlo.
Y así, vivimos un poco rotos, caminamos sin la plenitud que generaciones pasadas nos demostraron que no existe. Un amor libre, un amor que no es amor, sino comodidad, felicidad pasajera y el inmenso hoyo del vacío que se quedó en lugar de darlo todo por alguien que nos complemente hasta quedar completamente quebrados.
No existe pudor, dirían los abuelos que nos observan con admiración al salir un poco ebrios de algún bar. “En mis tiempos no era así”, repiten constantemente mientras las mujeres dicen groserías, se drogan y caen ante la inminente borrachera que a veces utilizamos como pretexto de tener el corazón roto, estar muy felices o, simplemente, ser viernes.
Pero así, esa generación rota que no tiene nada que perder porque en realidad no tiene nada que ganar, también se convierte en una generación que busca cambiar al mundo. Ser diferentes, dejar de ser los esclavos asalariados de una empresa que nunca reconocerá nuestro talento; evitar a toda costa matar al planeta aunque eso necesite que nosotros seamos los que mueren; somos los que se inmolarían con tal de que el resto de la población dejara de sufrir.
La publicidad y la investigación de mercados nos dirán que somos la generación millennial, llena de sueños, fervientes por abrir un negocio, reconocer oportunidades que nos llenen de pasión y nos permitan alcanzar nuestros objetivos, no ser esclavos, ser dueños de nuestro tiempo, ser autodidactas, tener objetivos claros… también es cierto, sólo falta un buen día que nos llene de esperanza y que nos diga, por un instante, que a pesar de lo mal que está el mundo, aún es posible ser felices.
Adams Carvalho es un artista casi anónimo de Sao Paulo, Brasil. No le interesa la fama, sino dibujar de forma compulsiva por puro placer.
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