El pecado de la vanidad, en algunas ocasiones, puede llegar a salvar vidas. A pesar de que el mito de Narciso dice que esta actitud fue la perdición de su protagonista; lo cierto es que, sabiéndola usar a su favor, las personas que presentan dicha conducta son capaces de generar alrededor de sí mismos un aura de devoción infinita. Aunque no nos demos cuenta, el narcisismo lo traemos desde pequeños.
En su obra cumbre, “El Principito”, Saint-Exupéry expone a un inocente niño a esa esclavitud voluntaria que provoca una persona que se quiere a sí misma por sobre todas las cosas.
A través de una rosa, el joven príncipe conoce lo difícil que es abandonarse a sí mismo para tener que servir a alguien más. La caprichosa flor, a través de sus encantos, obliga al niño a cumplir todos sus deseos y necesidades. De cualquier forma, ambos generan un vínculo tremendo que ni la distancia más larga fue capaz de destruir. Por un lado está la dependencia que la planta, imposibilitada de moverse, presenta hacia su cuidador; por el otro, se encuentra esa devoción que siente el chico hacia su protegida, misma que surgió al pensar que lo único que hace es amarle como muestra de agradecimiento por todo lo que ha hecho por ella.
—Te amo —le dijo el Principito.
—Yo también te quiero — respondió la rosa.
—Pero no es lo mismo — respondió él y luego continuó —. Querer es tomar posesión de algo, de alguien. Es buscar en los demás eso que llena las expectativas personales de afecto, de compañía. Querer es hacer nuestro lo que no nos pertenece, es adueñarnos o desear algo para completarnos, porque en algún punto nos reconocemos carentes.
¿Cómo las rosas no iban a ser símbolos universales del amor y la elegancia? Al igual que las flores, estas posturas pueden ser unas de las más engañosas. Por ejemplo, a pesar de lo delicada e inmune que pueda parecer una persona enamorada, jamás debemos bajar la guardia antes su aparente fragilidad; ni si quiera su lado más amable es capaz de suavizar el daño que puede llegar a causar si, en su estado de máxima euforia amorosa, se siente amenazada. Lo mismo ocurre con las rosas y sus espinas.
Ésa es la razón por la que algunas personas deciden tatuarse una rosa: aunque saben que es uno de los íconos más socorridos en todos los estudios de tatuajes, están conscientes de que el significado de esta flor jamás va a ser el mismo en cada piel. Cada uno le va a otorgar un peso y concepto único que, aunque sea un diseño repetido, convertirá a ese trazo en un carácter diferente a los que se han hecho con anterioridad.
Además, la multiplicidad de estilos que manejan los tatuadores de nuestros días han hecho que se vuelva casi imposible repetir imágenes en las pieles de sus clientes. Si bien muchos de los diseños que estos artistas plasman sobre sus clientes evocan sensualidad y elegancia en su punto más alto, también saben que lo mejor es darle a cada trazo una personalidad única para que, incluso cuando sea uno de los más reproducidos, cada individuo lleve consigo su propia personalidad en un ícono que todo mundo reconoce.
Tal y como ocurre con las personas, los tatuajes tienen una personalidad que es acuñada por quienes los portan. Es así como la relación entre uno de estos trazos y quien los lleva plasmados en la piel, se convierte en una especie de devoción y codependencia como la del personaje creado por Saint-Exupéry, hacia su cruel pero hermosa rosa.
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