Hipermodernidad, modernidad líquida, sobremodernidad o simplemente posmodernidad, así, distintos autores se dedican a calificar el tiempo en el que vivimos: sobreinformado y listo para crear un cúmulo de deseos que nunca se satisfagan. Nuestro tiempo es la época de las falsas necesidades, el consumo atroz y vivir conectados a través de una computadora sin la capacidad de comunicarnos.
Nos hemos convertido en aquellos que alguna vez odiamos y vimos con desprecio en las páginas de “1984” y las descripciones de Orwell. Somos esos seres ensimismados incapaces de amar o disfrutar de la vida, simplemente atados al eterno presente que nos impone tareas para el “bien vivir” común.
Incluso somos partícipes de la destrucción del lenguaje; en lugar de utilizar palabras poderosas, decidimos expresarnos con frases que lo engloban todo con simples abreviaturas y descripciones banales.
Si hay algo en lo que se equivocó Orwell fue en los sistemas de coerción que la sociedad tendría. En su libro, las personas viven con miedo ante las desapariciones de sus compañeros, ese detonante se convierte en el más poderoso método de paz. En nuestra vida, el desinterés social nos hace pasivos y dispuestos a entregar al de al lado con tal de que nos dejen en paz.
Somos presas de un caos individualista que nos consume lentamente. Entre las paradojas de querer pertenecer y desear ser originales, acabamos lentamente con nosotros mismos para vivir inmersos en una burbuja o cárcel que nunca explotará, porque así nos gusta estar, aislados y al borde de la destrucción.
Cumplimos los estereotipos y patrones que alguna vez marcaron las películas de ciencia ficción. En algún punto de la historia, dejamos de ser nosotros en quienes se basaban las comedias románticas para ser aquellos que siguen ciegamente y sin remedio los postulados que estas cintas proponen. Hacemos de nuestra vida un teatro y sin remedio nos sumimos ante la mediocridad de dejar que otros elijan nuestro destino.
Sabemos todo lo que ocurre en el mundo pero no hacemos nada por cambiarlo. Si vemos que la guerra estalla en una ciudad lejana, dejamos que los problemas se resuelvan mientras decididamente criticamos el conflicto en redes sociales. Sólo a través de la pantalla demostramos nuestra inconformidad, en la vida taciturna de diario, simplemente nos concentramos en seguir órdenes y mandatos.
Somos la bala de los cañones que otros apuntan y disparan. El individuo que sumido entre su mísero caos interior, dejó de prestar atención hace mucho tiempo sobre lo que ocurría en el exterior. Nos disfrazamos y simulamos cuando estamos con los otros. Esa simulación que ya ni siquiera percibimos porque, como diría Baudrillard, en un mundo en el que todo el tiempo estamos simulando, hemos dejado de notar las diferencias entre lo real y la simulación, vivimos, como diría el teórico, en un mundo hiperreal.
Todo parece una droga que no podemos dejar de consumir. Si alguien rompe el habitus, es él el loco, el desquiciado que intenta cambiar el mundo para nada, el ingenuo, el estoico, el mártir al que ya no vemos con orgullo ni seguimos con vehemencia sino despreciamos y queremos eliminar a toda costa.
Algo similar a lo que nos propone “Truman Show” somos víctimas de las miradas ensombrecidas de un mundo que parece conquistar en nuestra contra. Pero nosotros no somos Truman, somos un vigilante más. Un ser vil que sólo trabaja para que la corriente siga y el estatus natural de la realidad se mantenga.
Sin querer somos vigilados a todas horas todo el tiempo y ni siquiera nos importa. Preferimos ser esclavos, quedarnos donde estamos, no movernos de un sitio cómodo que nos dé lo necesario: Wi-fi, nuestro celular, agua y comida.
Intentamos consumir todo lo que podemos. Series de televisión, ropa, aparatos tecnológicos y, por supuesto, todas las redes sociales que estén de moda. Lo hacemos, creemos, para ser más felices, para liberarnos, para ser nosotros los protagonistas de nuestras historias. Aunque en realidad, lo único que logramos es esclavizarnos.
Ya no logramos comunicarnos con las personas que de verdad nos importan. La sobreinformación nos hace torpes, balbuceamos al hablar, esperamos las dos palomitas del WhatsApp para sentir la aprobación o el desacuerdo de aquella persona del otro lado del celular. Simplemente estamos, sin ningún objetivo ni meta.
Somos, como diría Bauman, cazadores que cuando obtienen su presa sólo buscan la siguiente. Sin algo que nos haga llenar el vacío existencial y sin ese ingrediente que nos haga ser felices. Sólo estamos en un mundo efímero para que nuestra existencia ni siquiera sea notada.
El sexo se ha convertido en un factor clave para todas las industrias y con más fuerza la industria del entretenimiento. Bastan unos senos grandes para asegurar el click, una escena sugestiva es suficiente para que una película recaude cientos de dólares en taquilla, incluso, si decidimos ser parte del juego, unos pantalones ajustados o un escote pronunciado podría asegurarnos la contratación en alguna empresa mediocre.
Nuestra verdadera identidad se ha perdido. Lo que alguna vez soñamos ya no existe. Somos el reflejo del otro y el anhelo de lo que alguna vez quisimos ser. Intentamos ver la luz real de las cosas aunque muy pocos lo consiguen. El grillete no se cae, simplemente nos acostumbramos a cargarlo y decorarlo para hacerlo más ligero.
Las ilustraciones minimalistas de Francesco Ciccolella muestran mensajes satíricos con colores contrastantes, imágenes conceptuales y elementos simples que todos comprendemos. Con éstos, juega para crear personajes como ese Superman que rescata a su mujer ideal de su romance con una Mac o una persona que se ahoga con el peso de una arroba.
La interrogante que probablemente propone Francesco es el juego dicotómico entre sentirnos bien en nuestro mundo y salir del estado de comodidad para cambiar nuestros hábitos. Mira estas ilustraciones de la decadencia humana sólo si eres una persona con criterio y conoce a estos ilustradores de nuestra cruda realidad.