Adios, Diego. El problema no es la gordura o el escote: es tu misoginia

Adios

Adios

“Adiós Diego” era el encabezado que instauré para decirle adiós a esas ideas que había escuchado por años, que había reforzado, validado y trasmitido durante toda mi vida. Diego no era el nombre de un ex, de un amor frustrado o el de un hombre imaginario, era la conclusión de un artículo feminista que había leído en un aniversario de Frida Kahlo, en el que explicaban cómo la mercadotecnia nos había vendido a Frida como un ícono de la liberación femenina, pero la verdad era otra. Frida no cumplía siquiera con el primer requisito a seguir de toda feminista contemporánea: la independencia económica; esa que Frida, quizá, no logró del todo, pues ella siempre dependió en muchos aspectos de Diego, quien sí era un gordo ojete, un muralista fabuloso, un mujeriego, ojón y torturador emocional.

Toda la vida había pensado a Diego y a Frida como un binomio inseparable, como Simone de Beauvoir y Sartre, como Dalí, Leonora Carrington y el surrealismo, o como Donald Trump y su cuenta de Twitter. Pensaba que eran binomios inseparables, incomprensibles el uno sin el otro, con matices, encanto y mucho dolor en medio. Hasta que lo leí y me sonó fuerte y claro: Frida fue una mujer cabrona, muy a su manera y a la de su época, con la imaginación que pocos poseeremos, con un terrible accidente que le dañó de por vida y un hombre que puedo ser ese incidente. El mismo que la orillaba a la muerte y la revivía de vez en cuando. Frida sufrió de muchas maneras, pero lo que nadie subrayó en la historia es que ella se obligó, se sometió a aguantar el dolor emocional, aceptó las infidelidades y quisquilleces de Diego con tal de no perderle.

Ahora que el feminismo ha venido a desmitificar y subrayar la importancia de romper dogmas, “Adiós Diego” ha sido un quehacer arduo, confuso y gratificante. Comenzar a ver de dónde viene la violencia es vital, a veces nace de una relación fallida, de las amistades frustradas, los tropiezos en el vestidor y frente al espejo, en esos pequeños comentarios que hacían las abuela y las mamás, todo por nuestro bien, pero con un poco de crueldad porque también ellas los habían normalizado; casi presagios que afirmaban que con el tiempo, la edad y las hormonas comenzarían a importar los rasguños en las piernas que me hacía cuando jugaba de niña, porque cuando “fuera grande”, cuando quisiera usar falda y mis piernas no lucieran bellas, entonces ahí entendería la gravedad de mis descuidos. Y es que esa como otras tantas predicciones sucedieron, y suceden todo el tiempo. De pronto, comienzan a importarte las cicatrices tanto como la talla. Cuando algún hombre te mira calificando tu aspecto, cuando te comparas con otras mujeres, cuando el vestido no te queda y en la tienda se te sube el color a la cara al pedir una talla más, precisamente esa que nadie quiere usar y que las marcas no quieren exhibir.

Pensar que el valor de una mujer reside a la hora en la que llega a su casa, el número de tragos que toma, su apego o desapego a los dichos como “date a respetar”, “date a desear”, ser ignorada, imponer o tachar de intensa u hormonal son cosas de la misma familia. Detrás de estas frases y actitudes hay un montón de misoginia. Cuando uno nota que las mujeres somos condenadas y nos condenamos, juzgamos y castigamos por insignificancias, comenzamos a vislumbrar el mal que la sociedad ha provocado. Cuando una mujer se piensa como prendedor para un hombre no nota la condena a la que se somete; la normalidad con la que se opina, cosifica y califica el cuerpo de las mujeres es en realidad una humillación. Cuestionar lo cotidiano es una obligación y no un privilegio, porque esta sociedad lo pide a gritos, todos lo pedimos, porque cada quien hace lo que puede con lo que tiene, por lo tanto, subrayar y poner el dedo en la herida comienza por tratar de sanar la propia. Son heridas de todo tipo, algunas autoinflingidas y otras regalo de una violencia muchas veces heredada. El lío no está en la ropa, en el exceso o la falta de arreglo, se encuentra, como ya lo dijo Denise Dresser, “en esta sociedad ignorante que te culpa por tener la falda demasiado arriba y el escote demasiado abajo”. Porque la violencia empieza por el halago no pedido, por la sugerencia no solicitada y sigue en la crítica mecanizada.

El manual de Carreño condena al escote que incomoda, el vestido que desata miradas indiscretas, la poca gracia de una actitud osada, la falta de mesura y la falta de vergüenza. Porque sí, a veces perdemos la vergüenza, la noción, la prudencia, el valor ético, el estético y hasta las ganas de seguir adelante. El eterno problema ha sido la obediencia casi perfecta, la comparación y la competencia, la reafirmación y la transmisión de adjetivos mal aplicados, de límites casi desdibujados. A veces uno tiene que reconocer lo que es, lo que no es y lo que fue, en medio de esa voz propia a veces cruel, otras veces tímida y muchas más indulgente. Ya lo sabemos, las mujeres no somos más prendedores para los hombres, no somos esas mujeres bellas, inertes y mudas parecidas a las vírgenes de las iglesias, esas que no ejercen su sexualidad y que miran al ocaso implorando por no sé qué o a quién sabe quien. Ya sabemos que a los hombres se les permite envejecer, a las mujeres se les critica cuando las arrugas se hacen presentes en sus rostros, no cumplir con los cánones de belleza no es una discapacidad: las canas en el cabello, el poder, la inteligencia que intimida y el paso del tiempo, quizás un día serán atributos igual de halagados en las mujeres como en los hombres, sin diferencia. Un día entenderemos que se nos permite no querer, que la maternidad no es un tema exclusivo del género femenino, que se elige y uno se sabe mujer.

Más solidaridad y menos prejuicio, porque en el fondo del fondo el problema no es la gordura o la delgadez, no es la falda, el escote, la cana, la arruga o el paso del tiempo: es el machismo y la misoginia. 

**

Alguna vez te has preguntado, ¿por qué nos obsesionamos con las relaciones destructivas? Diego y Frida lo responden.

Salir de la versión móvil