Hace unos días mi hija, hoy de veintitantos años, me preguntó por cuánto tanto tiempo la había amamantado. Con un poco de vergüenza recordé que no completé los dos meses y, al mismo tiempo, las razones de ese vínculo breve.
Como toda madre en sus primeros días, sentí el dolor del agrietamiento de los pezones. La crema que aplicaba en esa zona me aliviaba poco y sólo sentí suavizarse el dolor con un ungüento hecho a base de matico que me recomendó alguien que había pasado por lo mismo.
Cuando el dolor cedió y mis pezones sanaron, haciéndose fuertes y preparados para la tarea, una sensación de incomodidad profunda hizo que alimentar a mi hija se me hiciera un deber penoso, que me empujaba muchas veces a detener el proceso a la mitad, a retomarlo con angustia, a sentirme molesta, a querer dilatar el momento próximo.
Esta sensación no estaba siempre presente, algunas veces sentí una conexión muy calma y placentera; sin embargo, poco a poco pude darme cuenta qué era lo que me incomodaba, cuál era esa sensación exacta que me impulsaba a abandonar y por la que finalmente deserté.
Al tomar conciencia de mi perturbación me di cuenta que lo que sentía al amamantarla se parecía al deseo erótico. Y por mucho tiempo, haber sentido eso me hizo pensar que era una especie de monstruo, que caminaba sobre los senderos de la pedofilia o que sencillamente era un error que la biología me había asignado.
Al mismo tiempo comencé a pensar en lo confuso que podía ser que biológicamente las mismas partes de nuestro cuerpo relacionadas con el deseo erótico estaban también relacionadas con la reproducción. Lo que a simple vista es una obviedad, me pareció un cruce extraño que podía movilizar el deseo sobre cuerpos prohibidos, ambigüedades, líneas orgánicamente poco definidas. El pulso incestuoso tomó para mí una dimensión más clara, no en términos de apología sino como una mera expresión de mecanismos propios de nuestra naturaleza animal que pese a los esfuerzos de normalización sigue latiendo de fondo, como un alma en pena.
Tuvo que articularse la pregunta de mi hija para poder deshacer unas cuantas hipótesis que había construido en silencio y que un par de no poco connotadas terapeutas habían aprobado con entusiasmo, conjugado además con la ignorancia respecto de estos temas en la cual crecí. La misma en que creció mi madre, mi abuela y todas las mujeres que me antecedieron.
Esa pregunta me dio la oportunidad de volver a sumergirme en el tema pero esta vez desde otro lugar. De averiguar qué había pasado, de buscar otras mujeres que sintieron lo mismo y se habían atrevido a hablar de ello. Llegué primero a uno de esos foros femeninos donde se plantean dudas sobre varios temas y encontré unos cuantos abiertos para la pregunta en cuestión: ¿es normal sentirse excitada o erotizada al amamantar?
Había dos clases de respuesta: una que aconsejaba a la congénere consultar psiquiatras a la brevedad, o bien, directamente, las acusaban de perversión. Otra más medida explicaba lo normal que era sentirlo y la instaba a no sentir culpa, sino que todo lo contrario, a disfrutar del placer que podía brindarle ese vínculo de alimentación física y afectiva.
Seguí avanzando en la búsqueda encontré mucha información al respecto que fueron como una especie de epifanía retroactiva que me permitía recobrar el sentido original de este asunto: encontré el concepto de “amor primal” (madre/hija/o), que según el psicoanalista y bioquímico británico Michael Balint, tiene la mayor carga libidinal de la vida humana, dado que siendo el momento de más fragilidad de la vida, requiere de una total simbiosis, relación que esa libido promueve.
Las actividades asociadas a la lactancia y al trabajo de parto se encuentran relacionadas con la presencia de oxitocina (la llamada hormona del amor) pero, de acuerdo a nuevos y aún inacabados estudios, podría estar también ligada a la función eréctil (inyectada en ratas indujo a la erección del pene), de la misma manera en que es responsable de la erección de los pezones tanto en la lactancia (para la eyección de la leche) como en la actividad sexual femenina.
Por último, en la lectura de artículos y entrevistas a Casilda Rodrigáñez -escritora y bióloga española- encontré posibles respuestas o explicaciones a los esfuerzos por eliminar y sobre todo satanizar el pulso erótico en la mayor cantidad de espacios humanos posibles: ella plantea que se bloquea la sexualidad para introducir un estado de carencia, pues lo que hace libre a las personas es justamente vivir en función de sus deseos y lo contrario a ello nos lleva a un estado de sumisión. Y esta supresión debe ocurrir desde el primer momento, considerando además que la mayor carga de energía erótica de nuestra vida se produce en el primer contacto cuerpo a cuerpo que experimentamos: el de madre/hija/o.
En suma, el eros es la pulsión que promueve los vínculos en sus más diversas variaciones y que estos se ligan profundamente con el placer, pero este conocimiento, o bien intuición, ha sido invisibilizado en una cultura que se esfuerza por situar lo placentero del lado de lo pecaminoso, de lo prohibido, del tabú. “Parirás a tus hijos con dolor”, es el castigo bíblico que ha envuelto a la maternidad y que perdura hasta hoy, pero nuestros cuerpos parecen insistir en la idea contraria.
Notas adicionales
La “Lactancia de san Bernardo” es una escena de la vida de este santo que ha sido ampliamente representada en la tradición pictórica. Al ser Bernardo –un joven monje- instado a realizar una prédica y turbado por la idea de no poder hacerlo, reza pidiendo ayuda ante la imagen de una virgen hasta que se queda dormido. En sus sueños, la virgen se le aparece y le otorga el don de la elocuencia. Como símbolo de esta entrega pone en la boca de Bernardo, la propia leche con que amantaba a un recién nacido Cristo.
Alguna vez me leyeron un fragmento de un libro de crónicas de Martín Caparrós (El interior). En él relataba su paso por un bar nocturno cuyo espectáculo consistía en una mujer que lanzaba leche desde sus pezones a los hombres que se agolpaban a orillas del escenario, esperando por algunas gotas que bendijeran las comisuras de sus labios. Imaginé una versión análoga con comensales femeninos. Y más allá del análisis puritano que pudiera hacerse, me pareció un cuadro perfectamente ilustrativo de nuestras pulsiones: como si nuestras vidas fueran una procesión (y a veces una fiesta) para reencontrarnos con ese Amor Primal perdido en nuestra memoria amorosa sumergida en lo más profundo de nuestros cuerpos.
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Las imágenes que ilustran este texto pertenecen a la fotógrafa lituana Ivette Ivens
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