Siempre creí que lo más difícil de salir del closet era aceptarse a uno mismo, pero mi experiencia no ocurrió así: lo más difícil de todo fue aceptar que la gente a la que más amaba, mi familia, no podría ni querría entender mi realidad y mi preferencia sexual, y que alejarme de ellos era el acto de amor más grande que podía hacer por mí mismo.
La cara de decepción de mi madre, el coraje en el rostro de mi padre, y la duda que aparecía en la de mis hermanos cuando les dije que soy gay son expresiones que llevaré tatuadas en el alma de por vida, y las cuales causaron heridas que todavía no terminan de sanar, aunque el dolor ya lo suficientemente soportable para que hable de ello.
Al contrario de algunas personas, yo no tuve el tiempo para prepararme mental y emocionalmente, o para armar un discurso para que mi familia no recibiera la noticia tan agresivamente. El día en que todos se enteraron sobre mi sexualidad inició como cualquier otro: un día normal de escuela, con las clases de siempre y las actividades regulares.
Tenía que hacer un proyecto en equipo de una de las materias, así que había quedado con dos compañeros de curso en ir a mi casa para realizarlo, con permiso previo de mis padres para no ocasionar problemas. Y así lo hicimos: éramos dos chicos y una chica, aunque hacia el final del encuentro sólo quedamos el compañero y yo.
“No te preocupes, Marta. Nosotros nos quedamos a acabar el proyecto, tú ve a casa”, le dije a la chica después de unas horas trabajando juntos tras notarla nerviosa porque ya comenzaba a hacerse de noche.
“Disculpen, chicos, pero es que si no me voy ya no llegaré con luz de día a casa, y ya ven con lo inseguro que se pone todo ya en la tarde”, dijo ella antes de irse.
El chico, que se llamaba Gustavo, y yo la despedimos en la entrada de mi casa, y nos regresamos a terminar la labor. Afortunadamente nos faltaba poco, y Gus, como le decíamos de cariño, vivía bastante cerca de mi casa, así que no había problema con que se quedara un rato más.
Gus y yo nos conocíamos desde la primaria, y desde siempre nos habíamos llevado bien; aunque no éramos mejores amigos, nos gustaba pasar el rato juntos de vez en cuando, jugando algunos videojuegos y haciendo la tarea porque siempre fuimos a las mismas escuelas.
A mí él siempre se me hizo un chico bastante guapo, y conforme fuimos creciendo me atrajeron aún más sus ojos claros, su cabello oscuro y su mentón ligeramente partido. Me gustaba que fuéramos de la misma estatura, porque siempre me pregunté cómo sería darle un beso y me agradaba pensar que no tendríamos que estar de puntitas para lograrlo; sería simplemente mirarnos a los ojos, acercar nuestras caras y dejar que pasara lo que tuviera que pasar.
Ahora que lo pienso es algo gracioso e irónico porque eso fue justo lo que sucedió entre nosotros ese día: nos pusimos a jugar un rato con la consola, y al ver que iba perdiendo en el juego de carreras, comenzó a empujarme un poco para hacerme perder el control y la concentración; yo hice lo mismo, sin parar de reír.
Cuando perdió, me mofé de él y me lanzó una de mis almohadas a la cara; yo tomé otra y empezamos una guerrilla que terminó con ambos en el suelo, riéndonos a carcajadas. Cuando dejamos de reír, nos dimos cuenta de que uno estaba encima del otro: yo apoyado al piso y él sobre mí. Y nos miramos a los ojos durante unos segundos; yo noté cómo la piel de su rostro comenzaba a ponerse rojita, y sentí cómo la mía hacía lo propio.
Y sucedió. Nos dimos un beso. Empezó como un pico, que detuvimos para ver la reacción del otro, y al darnos cuenta de que ninguno se sentía incómodo, cerramos los ojos y prolongamos el beso, sin darnos cuenta de que mi madre ya se hallaba en la puerta, mirándonos con la boca abierta y lágrimas en los ojos.
Gus se fue a casa al poco rato, prometiéndome que nos veríamos al día siguiente en la escuela para platicar sobre lo que nos había pasado, y yo sólo le dije que sí sin dejar de sonreír, ya emocionado por verlo de nuevo.
Lo que no imaginaba fue lo que sucedió después: más noche, después de que mi papá llegara a casa y tomara su cena, mamá habló con él sobre lo que vio y ambos me mandaron llamar a la sala; mis hermanos menores estaban ya ahí, jugando con sus carritos y muñecos. Como no era algo raro que llamaran de vez en cuando por las noches, yo no sospeché nada, así que llegué tranquilo, con la imagen de mi beso con Gus repitiéndose en loop en mi cabeza.
Pero el recuerdo se rompió frente a mis ojos cuando mi papá me soltó una cachetada en cuanto llegué, la cual me tumbó en el suelo sin que me diera cuenta de lo que sucedía. Mi labio y la mejilla comenzaron a hincharse enseguida, y yo aún no comprendía qué había pasado hasta que lo vi parado frente a mí, sosteniendo su cinturón entre las manos, con el rostro furioso y los ojos en cólera; detrás de él mi madre, llorando, con la mirada perdida hacia otro lado, evitando hacer contacto directo con mis ojos suplicantes y llenos de duda.
“¡¿Es que esto es lo que te hemos enseñado, eh?! ¡¿A ser un maldito maricón?!”, me gritó mi padre, y sin esperar mi respuesta, me soltó un golpe con el cinturón que logré atajar con mis manos para que no me llegara a la cara.
El brazo se me puso rojo de inmediato, y de mis ojos salieron algunas lágrimas, aunque no por el dolor, sino porque entendí lo que había sucedido: la evasiva de mi madre al mirarme, el enojo en la voz de mi papá, y la palabra “marica” saliendo de su boca. Me habían cachado dándole un beso a Gus, algo que ni yo mismo había digerido del todo, y me estaban castigando por ello.
Mi padre no me dejó explicar mi versión de los hechos. Cada vez que yo intentaba abrir la boca, él me la cerraba con otro golpe y una sarta de gritos e insultos, con palabras como “joto”, “maricón”, “asqueroso” y otras más que no me atrevo a pronunciar aquí. Y mi madre, en lugar de salir en mi defensa, simplemente sollozó en la lejanía, abrazada a mis otros dos hermanos, quienes habían empezado a llorar por la ira de papá.
“¡No voy a permitir que un maldito maricón viva en mi casa, ¿entiendes?! Así que agarra tus cosas y lárgate de aquí antes de que te mate!”, fue lo último que me dijo mi padre, mientras me agarraba del pelo y me arrastraba hasta mi cuarto, antes de lanzarme, malherido. “Voy a la tienda por cigarros, y si sigues aquí cuando vuelva, te rompo el cuello, ¿me oíste? Es la última desgracia que le traes a la familia, maldito maricón”.
Nadie se acercó a ayudarme ni a preguntarme si estaba bien, y yo no esperaba que lo hicieran. Mientras recogía un montón de ropa, mis útiles y algunas cosas más para meterlas a un par de mochilas, sentí cómo las lágrimas se me escapaban de los ojos y el miedo inundaba mi pecho: ¿qué iba a hacer ahora? ¿A dónde iría? ¿Con quién? ¿Cómo iba a sobrevivir allá afuera, siendo un estudiante de último año de la prepa, sin dinero y sin parientes con quienes acogerme?
Miles de preguntas siguieron su curso en mi cabeza mientras mi cuerpo avanzaba en automático, doblando y metiendo cosas a las mochilas lo más rápido posible porque la tienda no estaba lejos, y padre no tardaría mucho en regresar. Cuando terminé y me encaminé a la puerta, me encontré con la sala vacía; los niños y mi madre se encontraban encerrados en otra habitación, y nadie salió para darme la despedida. Entendí que ese lugar ya había dejado de ser mi hogar, y que aquellas personas, desafortunadamente, habían dejado de ser mi familia.
Salí de aquella casa, y caminé hacia el único lugar que se me ocurrió: la casa de Gus. Toqué el timbre, rogando que fuera él y no su familia, quien me abriera la puerta. Y así fue. Cuando me vio todo golpeado y magullado, no hubo necesidad de decir nada: simplemente se acercó a mí y me dio un abrazo, y luego me llevó adentro de su hogar, donde sus padres me recibieron con mucha preocupación y cariño.
Atendieron mis heridas, sin preguntarme qué me había pasado, y me dejaron pasar ahí la noche. Gus me arropó con cuidado en su cama y se quedó velándome hasta que mis ojos se cerraron.
Al otro día, le conté a sus papás lo que había pasado, y ambos me propusieron llevarme ante una instancia pública para denunciar a mis padres por violencia intrafamiliar, pero yo les rogué que no lo hicieran. No quería causarle más problemas a mi familia… o, bueno, más bien ex familia… Y apelé a su caridad: les pedí que me dejaran quedarme en su casa por unas cuantas semanas para encontrar trabajo con el cual pudiera pagarme la renta de un cuartito, aun si eso significaba abandonar mis estudios.
Ellos se negaron: me dijeron que no quería que abandonara la escuela, y que podía quedarme en su hogar durante todo el tiempo que quisiese. Como yo ya estaba a un par de meses de cumplir la mayoría de edad, y como sabía que mis padres no iban a reclamarles nada a los de Gus por tenerme ahí, supe que no iba a causarles mayores problemas con mi estancia. Lo único que me preocupaba era tener que darles molestias con los gastos, pero ellos me pidieron que no me inquietara por eso: Gus era hijo único, y ambos ganaban bien en sus trabajos, así que podían costearse un “hijo más” en su familia.
Con el paso del tiempo, los padres de Gus y él mismo me ayudaron a comprender que no había hecho algo malo por ser como era; me ayudaron a aceptarme tal y como era, y a curar esas heridas, tanto físicas como emocionales, que mis padres habían causado en mí simplemente por besarme con alguien de mi mismo sexo. Me dieron amor, comprensión y apoyo. Me dieron… un hogar. Y por ello siempre les estaré agradecido.
Han pasado 7 años de eso, y Gus y yo ya estamos a meses de casarnos. Nos hicimos novios al poco tiempo en que me mudé a su casa, y hablamos con sus padres para pedirles su bendición, aunque nos otorgaron con mucho afecto aunque no sin ciertos obstáculos, ya que por muy abierta que fuera su mente, ambos habían sido criados en circunstancias diferentes, y tenían prejuicios que fueron resolviendo junto a nosotros, que descubrimos otro lado de nuestro propio ser paso a paso.
Amo a mis suegros como si fueran mis segundos padres, y amo a Gustavo por haberme salvado la vida. Me siento muy afortunado de tenerlos cada que recuerdo mi historia, porque sé que hay gente que no tuvo la misma suerte que yo al hablar abiertamente sobre sus preferencias y mostrarse tal cual es ante un mundo lleno de injusticias y doble moral.
Extraño a mis padres todos los días y es algo que no puedo negarme. Desde que me echaron de su casa, los volví a ver unas cuantas veces por el vecindario, aunque siempre hicieron como si yo no estuviera ahí, sobre todo para evitar escándalos públicos, que sé que nunca les han gustado.
Me sigue doliendo no tenerlos en mi vida, y más ahora que ya estoy a punto de llegar al altar con la persona que más adoro en el mundo, pero los entiendo. Sólo espero que algún día su corazón pueda ablandarse lo suficiente como para volver a mirarme a los ojos si me encuentran en la calle, y para hacerme un pequeño gesto que me haga saber que están bien. Porque aunque aún me duele cuando salí del closet y perdí a mi familia, no les quitaré el lugar que siempre tendrán en mi corazón.