¿El auge del feminismo en los últimos años ha entristecido a las mujeres más tristes? La respuesta más simple, la que satisface a muchos oídos por su torpe practicidad y carencia de sustento, es sí. Los diversos índices que intentan medir la felicidad (lo que quiera que eso signifique) coinciden en que desde la década de los 70, la “satisfacción” que sienten las mujeres con respecto a cada aspecto de su vida ha ido en picada.
Tal es el planteamiento inicial de Betsey Stevenson y Justin Wolfers, un par de economistas de la Universidad de Pennsylvania que reunieron los datos suficientes para sostener tal afirmación en un estudio que pretende medir la felicidad femenina a través de los últimos 35 años en los Estados Unidos. Para llegar a esa conclusión, los investigadores idearon la “Paradoja de la disminución de la felicidad femenina”, un principio que a grosso modo cuestiona por qué si vivimos en una sociedad cada vez más igualitaria e incluyente, donde la integración femenina es una realidad, la felicidad de las mujeres ha disminuido con respecto a la tendencia mostrada hace tres décadas. Para los autores, las transformaciones sociales que han impulsado al sexo femenino son indudables:
«A través de un sinfín de medidas, el progreso de la mujer en las últimas décadas ha sido extraordinario: la brecha salarial entre hombres y mujeres se ha cerrado; el sistema educativo ha aumentado y las estudiantes ahora superan en número a los hombres; las mujeres han ganado un nivel sin precedentes de control sobre la fertilidad; ha existido un cambio tecnológico en forma de nuevos electrodomésticos que liberaron a las mujeres de las tareas domésticas y en suma, las libertades de las mujeres, tanto dentro de la familia como en el ámbito del mercado, se han ampliado».
Entonces, ¿cómo explicar la paradoja que tal estudio impone? ¿Acaso no deberían ser más felices las mujeres que viven en tiempos de apertura e igualdad, que las que soportaron el ‘oscurantismo’ de décadas pasadas?
Para resolver tal cuestión, hace falta apenas algo más sutil que el “halo desmitificador’” que carga la estadística e impulsa ciertos estudios científicos –especialmente cuando existe un ambicioso indicador de por medio, que pretende medir nada menos que la felicidad– y al mismo tiempo, alejarse de las cuestiones utilitarias que inundan el quehacer contemporáneo. Hace falta acercarse a la filosofía. ¿Para qué?
Para entender que el feminismo no es amable, sino disruptivo. Se trata de la naturaleza propia de cualquier pensamiento reivindicativo que pretende transformar las estructuras que legitiman la desigualdad. De ahí que leer o escuchar tal palabra cauce escozor o un repudio sistemático a las mentes más obtusas. El feminismo es un golpe de realidad que inunda cada aspecto de la vida cotidiana, tanto en el papel como en la realidad, de ahí su urgente necesidad y práctica. Resulta complicado mantener una sonrisa todo el tiempo y emparentar con el feminismo, más aún cuando la violencia de género en todas sus formas (cuya mayor expresión son los feminicidios en México y América Latina) da cuenta de una cruda realidad que se reproduce día con día.
El feminismo entristece y contraría. En palabras de Gilles Deleuze:
«La filosofía no sirve ni al Estado, ni a la Iglesia, que tiene otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece o no contraría a nadie no es filosofía. Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene éste uso: denunciar la bajeza del pensamiento en todas sus formas».
Desde tal óptica, la respuesta que inaugura a este artículo sigue siendo la misma, pero trascendente: no hay porqué negar que el feminismo ha traído tristeza, pues –siguiendo a Deleuze– toda filosofía que ‘detesta a la estupidez’ carga tal sentimiento consigo. No obstante, se trata de una tristeza activa, un principio de afirmación, de la construcción de mentes críticas opuestas a los valores establecidos. La mayoría del tiempo, abrir los ojos a la realidad es duro y en ocasiones traumático, pues la libertad resulta más compleja e inalcanzable cuanto más se sabe de ella. Si entristecerse es sinónimo de tomar conciencia para crear mujeres y hombres libres capaces de transformar esta realidad, habría que elegir mil veces la tristeza contemporánea por encima de la superflua ‘felicidad’ de hace tres décadas.