«Amor significa conciencia de mi unidad con el otro», o por lo menos así lo expresa Engels en “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”. Desde tiempos inmemoriales se ha tratado al amor como problema fundamental del hombre en sentido filosófico, pero no fue hasta la aparición de este autor alemán que pudimos entenderlo mejor en términos de la sociedad moderna o aquello que concebimos como ‘normal’ en nuestras comunidades. De tal frase –con la que abrimos este párrafo–, llama la atención que Engels introduzca la palabra “conciencia” justo al medio de su opinión, que una palabra tan fuerte en el campo epistémico se torne central para un planteamiento emocional que suele relacionarse mejor con el corazón que con el cerebro. Para explicarlo, vayamos paso a paso.
Mucho hemos hablado sobre la conciencia, mas no sobra volver un poco sobre el camino para desentrañar lo expuesto anteriormente. Del latín “conscientia”, término que remite desde sus raíces y reflexiones al “saber algo dándose uno cuenta de que sabe”, llamamos conciencia a un proceso que se puede asimilar a la experiencia desde un principio o consecuencia subjetiva del conocimiento de sí mismo, de lo otro, de lo real y de su realidad. Tal experiencia incluye las sensaciones, percepciones, recuerdos y pensamientos, por lo que vincular al amor, como es este caso, no resulta del todo una disparidad.
Como paso previo a lo que Engels y demás filósofos del conocimiento y la política dijeron con respecto al tema, Descartes plasmó en su obra que la conciencia se identifica con el yo, con la realidad sustancial del individuo –es decir, no física– y por lo tanto una posibilidad interpretativa que abre un carácter intencional en esa conciencia. En otras palabras y retomando nuestro texto, una conciencia de amor y, por ende, conciencia de nuestra unidad con el otro, son muestra de que este proceso se encuentra siempre en función de algo que nos devuelve a otro algo: nosotros, el mundo.
Volvamos a Engels. Él dice que «consigo mi autoconciencia al abandonar mi ser por sí y saberme como unidad mía con el otro y como unidad del otro conmigo. (…) El primer momento del amor es que no quiero ser una persona independiente por mí y que si lo fuera, me sentiría carente e incompleto. El segundo movimiento consiste en que me conquisto a mí mismo en la otra persona y valgo en ella, lo cual le ocurre a ésta a su vez en mí». Resumiendo, la conciencia por sí y en sí, la conciencia de lo que somos y lo que acontece, se da –entre otras cosas– a partir de sentimientos o memorias como el amor.
Además de esta línea tradicional y que se ha visto casi siempre permeada por el pensamiento humanista, ¿qué tiene la ciencia por decir en cuanto al problema? Es ése el punto central de crítica que planeamos para este texto. Según Rodolfo Llinas, neurocientífico de la Escuela de Medicina en la NYU, la conciencia «es un estado funcional del cerebro que está en continuo movimiento y donde los valores y las implicaciones de lo que se está pensando forman parte de las mismas cosas». A esto añade que los valores son patrones de acción fijos que nos impulsan a actuar por un proceso de negociación donde las emociones y los afectos influyen en buena cantidad, y que es justamente entonces donde encontramos al amor actuando fuera de la conciencia; amor que actúa de manera arcaica y en respuesta a ese encuentro que nos da awareness del derredor y que permite la reproducción. Sí, según Llinas, como el sexo y el amor están involucrados en nuestra naturaleza, pero el segundo es controlado por razones sociales, hemos modulado un patrón cerebral en torno a él para convertirlo en algo vital y fijo en nuestras vidas sin mayor impacto que el del gozo.
Aclaremos. Siguiendo los comentarios del científico experto, el amor es una posibilidad que hemos regulado a tal grado que se ha convertido en el elemento clave de los sistemas de gratificación a nivel de pensamiento sin conciencia alguna, sólo impulso; no importa cómo y no importa cuánto, según Llinas, el amor que escapa de la conciencia y sólo se da en términos de satisfacción-necesidad, es una respuesta posicionada sin crítica ni juicio propios. En cambio, él señala que el llamado “amor eterno”, el que se da en términos de conciencia y responsabilidad, el que voltea a ver al otro justo como lo explica Engels, que en efecto se da para las conveniencias políticas y sociales de la especie, pero que también –y antes que nada– mantienen el estado funcional activo del cerebro y bloquea otras contrariedades absurdas.
De acuerdo con Llinas, el amor más inteligente que puede existir es ése. El que es una calidad de estado mental en sí y que no deja otra opción más que amar al otro que nos permite ver la unidad, el cuidado y la completud absoluta; no el “amor” que se fija en el deleite egoísta o en la euforia pasajera. No obstante, debemos tomar con pinzas lo que dice este investigador, pues sus comentarios más bien parecen un listado de frases motivacionales y arbitrarias que cualquier enamorado desearía escuchar y que no necesitan de un sustento científico para su enunciación. Para eso, mejor bastaría recurrir a Engels, a cualquier otro epistemólogo o, llegado el momento, a Hegel, quien rechazaba la idea del matrimonio como mera relación natural, tampoco aceptaba al casamiento como contrato kantiano y concebía al amor como algo más allá del puro afecto. En conclusión, un síntoma más de la conciencia que no quiere decir que seas más inteligente, sino que tu conciencia se mantiene activa y renuncia al instinto cuando buscas a alguien que proteger y en quién puedes reflejarte.
La teoría explica efectivamente que sólo las personas inteligentes son capaces de enamorarse para siempre, pero, ¿acaso la conciencia de un amor superior al placer te hace más inteligente? ¿La conciencia es señal de un intelecto mayor? Muy probablemente no; sin embargo, es bonito escucharlo de un especialista en ciencia.
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Fuentes
Efora
Filosofía MX