Todos estamos acostumbrados a los amores no correspondidos, ya sea porque hemos leído sobre ellos, los hemos visto en series y películas o, simple y llanamente, porque los hemos vivido cuando menos una vez.
Puede que el más cliché de todos ellos sea el de enamorarte de tu mejor amigo o amiga, esa persona a la que conoces tan bien como a ti mism@ y con quien no sientes pena de mostrarte tal y como eres; que te hace sentir cómod@ ante cualquier situación, y siempre está ahí para apoyarte cuando el resto del mundo te retira la mano.
Mi mejor amigo es, simplemente, perfecto: un chico caballeroso y gentil, un poco tímido pero con un gran sentido del humor cuando se haya en confianza; que no teme decir lo que piensa pero que lo sabe expresar con elocuencia; un chico al que todos quieren sin que él lo busque, y que es demasiado bueno en todo lo que se propone.
¿Y lo mejor? El condenado está guapísimo: 1.80 de altura, con un cuerpo atlético pero sin exagerar, unos ojos oscuros que te enamoran por lo largas de sus pestañas, y un cabello claro que invita a cualquiera a desear peinarlo con las manos para sentir su suavidad. Y quién sabe cómo le hace pero siempre huele tan bien; como a una mezcla cítrica y floral que deja noqueada a cualquier nariz.
Cuando pienso en él me acuerdo mucho de una canción de la banda Río Roma que, honestamente, no sé cómo se llama pero la tengo en la memoria por una frase que dice: “Eres casi perfecta… pero no. Solamente te falta sentir lo mismo que yo”. Y creo que aplica demasiado bien a lo que me pasó con mi mejor amigo, quien nunca supo que me trajo loca hasta que supe… que ambos bateábamos para el mismo lado.
Hoy día, ya tres años después del hecho, me causa cierta gracia, pero cuando me enteré lo sentí como un golpe hondo en el estómago; como si me hubiera caído una casa encima y no pudiera respirar. Dolió mucho porque yo llevaba ya algunos años ilusionada con la idea de que algún día… él y yo podíamos terminar juntos… y formar una familia y esas cosas.
Pero voy por partes: nos conocimos en la primaria, cuando ambos estábamos en cuarto y él acababa de cambiarse a mi escuela. Era un niño bastante delgaducho en esos días, y recuerdo que casi no hablaba con nadie. Yo me le acerqué porque me daba pena verlo tan solito a la hora del recreo, comiendo los sándwiches que le preparaba su mamá y sus verduritas cortadas en formas graciosas.
“¿Quieres de mi jugo?”, fue lo primero que le dije, porque me di cuenta de que nunca llevaba otra bebida que no fuera agua en una cantimplora de Mickey Mouse.
Él negó con la cabeza y no dijo nada. Siguió comiendo. Y yo estaba a punto de irme, molesta porque se me había hecho muy grosera su reacción, hasta que me dijo:
“¿Quieres una zanahoria?”, y yo le dije que sí. Y así empezamos a ser amigos.
Estuvimos prácticamente todos los cursos siguientes en la misma escuela (que daba clases hasta nivel preparatoria) y en los mismos salones, por lo que siempre estábamos juntos. Muchos de nuestros compañeros y amigos creían que éramos novios, aunque él y yo nunca lo afirmamos ni lo negamos; él, posiblemente por pena, y yo, porque tenía la esperanza de que él diera el primer paso y me pidiera ser su novia.
Pero… eso nunca ocurrió. Lo que sí pasó fue que un día, cuando estábamos en el último semestre de la prepa, durante uno de nuestros descansos de 20 minutos que teníamos al día, él me llevó a uno de los jardines de la escuela que menos se ocupaban porque dijo que tenía algo que confesarme. Creí que había llegado el momento: que por fin se agarraría de valor y me pediría que anduviera con él o que, al menos, me daría un beso.
Nos sentamos en una banca solitaria. Él estaba muy nervioso, y yo lo sabía porque siempre que se siente así, suele hacer movimientos raros con las manos y nunca mira a la gente a la cara. Y eso me puso nerviosa a mí también porque aunque yo esperé ese momento prácticamente desde la primera semana en que nos hicimos amigos… sencillamente olvidé todo lo que había practicado en mi cabeza de lo que tenía pensado decirle y hacer.
Como él no decía nada, conté hasta 10 y me atreví a preguntarle qué pasaba. Entonces, él me miró a la cara, y yo sentí cómo mis cachetes se ponían rojos rojos, y se me iba el habla por completo.
“Soy gay”, susurró.
‘¿Qué? ¿Qué fue lo que dijo? Creo que no escuché bien. ¿No dijo “¿Quieres ser mi novia?” o algo parecido?’ Pensamientos de ese tipo se convirtieron en remolinos en mi cabeza y me dejaron totalmente mareada. Si algo para nada esperaba es que esa charla fuera una confesión de mi mejor amigo… sobre su sexualidad.
“Dime algo… por favor”, agregó, rogándome con los ojos a que no me quedara callada, buscando apoyo y aceptación en mi mirada y en mis palabras, las cuales me obligué a mí misma a darle porque, antes que cualquier cosa, él era mi mejor amigo, y yo sabía que era algo muy fuerte e importante para él, y para nada me habría atrevido a fallarle.
Hablamos del tema durante días: le pregunté que si estaba seguro de lo que sentía, de cómo fue que lo descubrió, y cosas por él estilo. Él me dijo que lo había sabido desde siempre; que las niñas sólo se le hacían bonitas o guapas pero que no le llamaban la misma atención que los niños; que justamente por eso se sentía más cómodo estando con chicas que con chicos: porque sentía que las entendía mejor y que le era más sencillo hablar con ellas.
Y me dijo que decidió salir del closet conmigo porque le gustaba mucho un chico de nuestra clase, quien al parecer le había estado mandando indirectas que él no sabía entender porque nunca antes había pasado por una situación así. Quería que le diera consejos sobre cómo conquistar el corazón del chico que le gustaba… y yo sentí el peso de la ironía porque: ¿cómo iba a aconsejarle sobre cosas del corazón cuando yo misma nunca pude ganarme… el de él? Cuando nunca iba a poder hacerlo.
Me porté lo mejor que pude tomando en cuenta todo lo que había en mi contra, debo reconocerlo: busqué que él nunca sospechara nada de mis sentimientos, y le di apoyo en todo lo que pude para que conquistara a su galán. Debo confesar que hice un buen trabajo de casamentera, porque tras reunirlos en una fiesta, que ocurrió un mes después de su confesión, para que hablaran y se conocieran, ahora están por cumplir su tercer aniversario.
De hecho, yo les estoy organizando una fiesta sorpresa porque debo admitir que amo muchísimo verlos juntos. Son, simplemente, mi pareja preferida. Aunque todavía hay veces en que veo a mi mejor amigo al lado de su chico y me pregunto… ¿Qué habría pasado si las cosas hubieran sido diferentes? Si él y yo… hubiéramos tenido la oportunidad de estar juntos como algo más que amigos. ¿Habríamos sido felices? ¿Nos habríamos llevado mejor?
Aunque ya saben lo que dicen: el hubiera no existe, y lo único que importa es el presente.