«Y vivieron felices para siempre…», aunque en realidad el amor se terminó un año después, porque haciendo un ejercicio de sinceridad, en la actualidad ese final feliz no es más que una frase para rematar un cuento infantil. Ese final y esa historia permanecen fijas en el imaginario colectivo. Esas imágenes se han quedado pegadas en la mente: una boda de ensueño, caminar de la mano por la playa, abrazarse al ver una película de terror, llorar y secarse las lágrimas entre sí. Comer de la misma rebanada de pizza, besarle mientras está distraído, dibujar con un dedo la comisura de los labios y acariciarle las cejas, morder su oreja y picarle el ombligo…
Todo es muy bonito hasta que el desacuerdo se hace presente en la pareja. Mientras uno disfruta del amanecer, el otro detesta levantarse temprano. Cuando uno quiere un maratón de su serie favorita, el otro probablemente quiera salir de rumba; y de pronto los problemas comienzan a hacerse cada vez más grandes y evidentes hasta que los cinco sentidos dejan de percibir al otro con tanto amor y devoción como solían hacerlo, lo cual sólo deriva en un amargo ir y venir de reclamos y frases mal intencionadas que, en ocasiones, no salen ni del corazón ni de la mente, sino del orgullo que se vuelve necio con el pasar de los días y los años.
Esto sólo ocasiona que conforme el enojo se hace más y más grande, todo resulte un completo caos, una mezcla de sentimientos y una especie de reclamos sin fundamentos. Las palabras tienen un valor realmente poderoso al que muchas personas no le dan el significado que deberían; no obstante, hay quien toma tan en serio lo que sale de la enojada boca del otro que cualquier palabra es crucial. Por ello, lo ideal para mantener a salvo la relación es evitar todas estas palabras que podrían deshacer lo que con esfuerzo han construido.
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—¿Me perdonas?
—Ok.
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—¡Explícame qué es eso!
—Hablamos cuando te tranquilices.
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—¿Por qué estás enojada?
—Tú sabrás.
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—¿Qué te hice?
—No sé.
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—¿Te gusta mi sombrero? Lo compré en una oferta de la que me enteré hace poco…
—Me da igual.
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—¿Vamos al cine como cuando empezábamos a salir?
—No, ya no es lo mismo.
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—Mi ex no era así…
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—El sábado voy a salir con unas amigas, iremos a una fiesta.
—Deberías de quedarte conmigo, ya nunca quieres que hagamos cosas juntos.
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—Entonces, ¿vamos o ya no?
—Como tú quieras.
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—¿No puedo probar cosas nuevas?
—Es que siento que has cambiado.
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¡Cálmate!
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—… Y entonces, se cayó porque…
—¡Cállate!
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—Entiende que no todo es como tú quieras.
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—Ya no eres un niñito, ¡ubícate!
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—¿Y cómo quedamos?
—No sé, luego hablamos.
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—Ahora me toca hablar a mí.
—Piensa bien lo que vas a decir.
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—Me echaron del trabajo y ahora no sé qué hacer
—¡Te lo dije!
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—¿Qué le veías a la chica del metro?
—Estás loca.
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—¿Ya me dirás quién era ese tipo?
—Nadie, supéralo.
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—No me llamaste anoche, no supe si llegaste bien.
—No exageres.
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—Dime qué pasó.
—No sé de qué me hablas.
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—Listo, vámonos.
—¿Vas a salir así?
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—No puedo ir por ti porque tengo mucho trabajo.
—Creí que eras diferente.
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—Perdón, tuve que pasar a dejar a mi amigo primero.
— ¿Y yo?.. Nunca lo esperé de ti.
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—Dime qué hice para que te molestaras tanto.
—Ya déjalo así.
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—Pero acepta que te equivocaste.
—Ya, lo que digas.
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—Voy con mis amigos a ver el partido.
—Esperaba que vinieras a mi casa y cenáramos o algo.
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—¿Qué tienes?
—Nada.
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En nuestro imaginario social cada palabra que pronunciamos tiene resonancia en las emociones. Algunas de éstas son un tanto crudas, otras simplemente nos causan molestias y otras más tienen un poder sanador. Todo está en la forma en que las usemos y las recibamos. El mejor consejo es aprender a conocer a la pareja y con ello saber qué le causa molestia, qué le gusta y qué le parece agresivo. Con ello la relación se vuelve fuerte, estable y más duradera, aunque no es suficiente, también hace falta persistencia y dedicación.
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