Es un error del ser humano sobrevalorar el amor como si fuera el único salvavidas de la existencia; generar expectativas en otro para que la sangre de la vida fluya en una presencia ajena que no siempre hace al otro como parte de la burbuja realidad.
Creer que con un llamado bajo la luz vocal de Joaquín Sabina o Lupita De Alessio, el amor vendrá a iluminar el sentido de la vida al choque de dos personas en un pasillo que provoque una pausa en el tiempo, para que dos miradas inicien un diálogo y un “acepto” implícito se pacte sin pensarlo.
Para quienes sobrevaloran los latidos, la soledad puede ser terrible al ser testigos de la felicidad ajena. Parejas o poliamorosos andando por la vida como contaminación publicitaria que irrita a quienes aún no encuentran su intento de media naranja, y sólo ven esa suerte de besos y abrazos en los rincones del parque o las plazas principales.
Ante esa irritación de amorosos solitarios, la poeta Wislawa Szymborska escribió un poema titulado ‘Amor feliz’, en el que algunos de sus versos describen a modo de petición que la pareja se muestre imperfecta: “Que quienes no conocen un amor feliz / afirme que no existe un amor feliz en ningún sitio del mundo. / Con esa creencia les será más fácil vivir y también morir”.
Contra argumento de los latidos para dejar de sobreestimar la coincidencia de dos sintiendo lo mismo en la infinita cadena amorosa, en la que decenas pierden y continúan masturbando sus esperanzas en alguien que ni por acto de caridad, los miraría de reojo.
Una inexplicable angustia subleva las almas de los solitarios, que buscan hasta en los contenedores de basura un intento de unión o contracción de almas que provoquen un sentido a la vida impuesto por una construcción social convencional: vivir con alguien y procrear, como si esa fuera la única alternativa para alcanzar el éxito, la felicidad, o la realización.
Algunos de los que priorizan los asuntos del corazón toman como referencia inicial el llamado de Alejandro Jodorowsky: “Yo era ceniza, tú me tocaste y me volví a encender”. Buscan constantemente esa parte externa que provoque un incendio en sus vidas hasta que se apague.
Los límites de sobrevalorar los latidos llevan a idealizar a toda criatura que se cruza al frente y creer que puede salvar a los solitarios de sí mismos, cuando en realidad no hay nada que salvar, sino construir.
Sobrevalorar los latidos es asfixiarse en esa búsqueda absurda, como si enamorarse fuera prioridad antes que respirar, cuando sólo es una pieza de la vida tan solicitada en diferentes versiones de acuerdo a los intereses.
Sobrevalorar los latidos es sumirse a un océano de frustración o búsqueda constante. Los sitios en línea, bares o cafés no son suficiente para dar abasto a aquellos idealistas que se topan con una aproximación genética de lo que desean, como si exploraran un bosque en la oscuridad y entre la penumbra, unas siluetas abrazaran por temporadas.
Sobrevalorar equivale a cantarle a una musa sin conocerle y poner a disposición en papel de embalar el corazón, que hilvana los pensamientos en alguien que nos siempre considera al otro su numen, sino un ente invisible que camina en el desierto de emociones y, al final, el vacío espera con los brazos abiertos tras fracasar en la correspondencia de latidos para obligarse a empezar de nuevo.
Mimetismo social que obliga a los solitarios a buscar fundirse del mismo color que los enamorados, para pasar inadvertidos y evitar esa serie de interrogativas absurdas que sólo recuerdan lo sobreestimado que está el amor de pareja como producto escaso, en el que los versos fungen como gritos. Si bien lo distinguió alguna vez el escritor Jorge Luis Borges: la diferencia entre el amor y la amistad es que la segunda no necesita frecuencia, en cambio, el amor está lleno de ansiedades y dudas.
Para los que aún tienen fe, cada día es momento para enamorarse de nuevo y creer que esa persona puede ser quien les inspire devoción, como si estuviera a cargo de que los latidos permanezcan como un circo que le dé sentido a la vida. Lo demás, es una nubosidad que sólo sirve de fondo.
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Constantemente nos bombardean sobre ideas falsas y erróneas del amor, pues nadie nos dice que las relaciones siempre fracasan, tal como afirma este libro, o que la codependencia es la relación más dulce y destructiva que podemos tener…
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Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Jesse Herzog.