A mediados de los ochenta, países como Japón comenzaron a ser víctimas de una maldición nacida en la posmodernidad: el karoshi. Se estima que esta adicción al trabajo cobra al menos 10 mil vidas al año tan sólo en el país nipón. La ansiedad provocada por el exceso de trabajo, en conjunto con la desesperación que provoca el ajetreo de las grandes ciudades como Tokio u Osaka, provoca que los trabajadores prefieran la calma que promete la muerte mucho antes que seguir trabajando.
Una rutina de 15 horas de trabajo más otras cuatro de traslado, matarían anímicamente a cualquiera; no obstante, nunca nadie se imaginó que tratar de ganarse la vida podría terminar con ella. Ante la imposibilidad actual de andar por el mundo sin un trabajo, ¿valdría la pena plantearnos un cambio de actividades? Digamos, ir hacia un trabajo mucho más tranquilo, quizá alguno en el que el contacto humano no sea tan necesario, entonces justo en ese momento la idea de comenzar a trabajar con cadáveres no suena del todo descabellada.
Los muertos evidentemente ya no representan diálogos incómodos o situaciones embarazosas en donde la única manera de salir es solucionando problemas innecesarios. El trabajo de embalsamador quizá suene sencillo: limpiar cuerpos, sacar órganos, maquillar y vestir los cuerpos. Sin embargo, estudios realizados en 2006 por el American Journal of Orthopsychiatry revelan que éste podría ser uno de los trabajos más peligrosos en los que alguien puede involucrarse…
Ser un agente funerario no sólo implica preparar un muerto para que pueda abandonar este mundo de una manera digna. Dicho empleo requiere un gran esfuerzo que desemboca en un trastorno que en el medio se conoce como “fatiga por compasión”.
Fue en 2016 cuando Laura Hardin comenzó a notar cambios bruscos en su personalidad. Desde 2010 había trabajado con cadáveres en una agencia funeraria, no obstante, después de seis años trabajando en una empresa funeraria sus reflejos ya no eran los mismos, los accidentes en el trabajo abundaban y no encontraba una razón concreta por la que esto estuviese pasando.
«Sentí que estaba teniendo un ataque. Fue como si estuviera en un sueño. Estaba perdiendo la realidad».
—Laura Hardin
El hecho de que los empleados de las funerarias tengan incluso que reprimir sus propios sentimientos después de observar escenas sangrienta y encima tengan que hacerlas ver como que “ahí no ha pasado nada”, provoca problemas de ansiedad difíciles de controlar con el paso del tiempo. Al final todo se vuelve una cadena de consecuencias que terminan en una profunda desesperación que de una u otra forma termina por consumirlos por dentro; se les exime de la posibilidad de externar esa muerte que, irónicamente, les están provocando todos esos muertos.
«En la industria, existe esta cultura en la que los trabajadores sienten que necesitan reprimir sus propios sentimientos […] Si comienzas a expresar visiblemente problemas de salud mental, [los dueños de funerales] te miran como si fueras un lastre. Comienzan a decirte que tal vez no estás hecho para este trabajo […] Al igual que los soldados que regresan de una guerra, en realidad no se supone que se vean afectados, pero lo son. Todos sabemos que lo son».
—Laura Hardin
Al no poder hacer frente a las exigencias de sus patrones, los empleados de las agencias funerarias, simplemente optan por abandonar sus empleos. En el caso de Laura, la salida fue abandonar su empleo, no obstante, no todo mundo puede correr con la misma suerte, quienes dependen de este trabajo tienen que soportar la tortura mental que implica. Por lo pronto, a nosotros sólo nos queda cuestionarnos acerca de qué tanto vale la pena continuar alimentando un mito para sentirnos satisfechos en esta vida, es necesario buscar un trabajo que pueda cubrir todas nuestras necesidades.