Recostada en la cama con la mirada fija en la pequeña ventana que me separa del mundo, alcanzo a ver la pelusa que ha cubierto todo a mi alrededor: el tocador con las cremas y menjurjes que no he usado después de la ducha, el librero que sólo es un adorno, ya que no he conseguido leer nada en meses, el escritorio lleno de hojas con garabatos a medio hacer, fotos de eventos y dulces a medio comer, la cajonera que con su bella lámpara herencia de un amigo que regresó a Alemania. NADA ESTÁ BIEN, LO SÉ.
Tan sólo una semana antes dormía cuatro horas, hacia dos comidas al día, escribía cuatro artículos diarios, escuchaba horas de discursos y leía miles de estados descifrando el código de la conducta humana en su hábitat virtual; viví así no sé cuánto tiempo y se me hace algo tan distante que no me extraña que las personas no me reconozcan cuando entro con jeans, sudadera, sin maquillaje, el cabello hecho un desastre, y con ese humor ahora en versión más retorcida y ácida.
El psiquiatra y mi terapeuta insisten en que debo crear lazos con la comunidad que me rodea justo para estos casos: recaídas. Me resulta más difícil hacer entender a mi familia de que me ayude a medicarme sin escuchar la frase “¡ya eres mayor de edad!” de mi madre, o “sólo estas un poco triste, no enferma” de mi padre. Se dice que esto se lleva en los genes y que lo heredé de alguna rama de la familia, es difícil cuando por un lado tenemos a la típica familia en la que no falta el alcohólico, el adicto a la adrenalina, el neurótico y metiche; y por otro lado está la sobreprotección, el abandono, los golpes, el abuso de sustancias y la depresión severa. Mis padres jamás terminarán de echarse la culpa por mi enfermedad, aunque viven en negación.
A diferencia de otros, jamás escondí mi condición, sentí necesario decirlo para dar una explicación a mis arranques, palabras, decisiones, tristezas, mi consumo de alcohol y mi manera de relacionarme con las personas, pues a la mayoría de mis conocidos los encontré en una fase maniaca en la que el mundo está a mis pies, soy la mejor en todo, son invencible, sabia, imprudente, al borde de poderes mágicos y bellísima. Amanecer en Acapulco, chocar, drogas, visitar barrios peligrosos, juntarme con los malos… todo lo que diga adrenalina lleva mi nombre y de alguna forma u otra aún en esta otra fase sí creo que algo muy superior me cuida, ya que nunca he ido a parar al hospital —el psiquiátrico no cuenta—, la cárcel o la tumba, aunque hoy esta cama es una bella analogía de una tumba.
¿Cómo se hacen los amigos? Los de verdad, los que no salen corriendo en cuanto dices que NO eres normal, los que no se espantan porque estuviste en un psiquiátrico, los que te ayudan con una alarma para tomar tus medicamentos, los que te quitan el cúter de las manos, los que dicen: “¡wee, anda, vamos con tu doctor!”, “¡Te llevo a tus análisis!”; los que puedan diferenciar al invencible maniaco del frágil depresivo. ¿Cómo?
Creo que no puedo pedirle mucho al tejido social individualista que hace una revolución desde una cuenta de Twitter, y pretende bajar de peso publicando fotos en el gimnasio y recetas de cosas llenas de carbohidratos; no puedo explicarle a una persona así que mi condición ataca a tres de cada 20 personas en el mundo, y que una de esas tres comete suicidio, que es muy probable que alguien de su familia no esté mentalmente bien y necesite medicamentos iguales, parecidos o más fuertes que los míos.
Mis conocidos me recuerdan alegre, de fiesta, eufórica, con hambre de vivir, apasionada, violenta, pero no triste, desolada, desganada, frágil y con ganas de matarse, de ahí que nadie quiere ser mi amigo. No me quedará de otra que publicar en algún periódico de esos con los que se envuelven aguacates o que sirven para limpiar el culo de alguien: “Se solicita amigo todo terreno para paciente bipolar, diversión, pláticas profundas, lectura de interés y comida asegurada”. Y tú, ¿estarías dispuesto a ser mi amigo?
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Mamá, papá, curé mi depresión pero no les va a gustar cómo lo hice…