Mi mente se puso en blanco, mi corazón latió al mil por hora y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, ese cuerpo vivo, sano, feliz y fuerte. Todo lo que viví cuando me dijeron que había vencido el cáncer.
Fueron meses súper difíciles, más de 12, con mucho miedo, una experiencia nueva cada día y dolor, mucho dolor en lugares inimaginables de mi ser. Había dolor físico, interno, en mis órganos, en mi alma y en mi corazón. ¿Será que estoy en mis últimos días? me repetía constantemente.
¿Hacer planes a futuro? ¿para qué? quizá no estaré… ¿Cómo llegó el cáncer a mi vida? tampoco lo sé. Simplemente un día (que se quedará por siempre en mi memoria), el doctor con extrema seriedad, me anunció que tenía cáncer. Sentí frío instantáneo, me dolió la cabeza y un constante zumbido en el oído no dejaba de molestar. ¿Y ahora? soy muy joven, quiero vivir, tengo energía y muchos planes a futuro… ¿qué sigue? ¿aquí terminó mi vida?
Y entonces vino lo que jamás creí que vendría. Me sentía fuera de mi cuerpo, veía cómo poco a poco se iba deteriorando, sintiéndose cada vez más débil y pequeña. Dolía, o mejor dicho, ardía. Todos me decían que pasaría pero yo cada vez iba perdiendo más la esperanza. ¿Podré volver a sonreír? ¿a correr? ¿a comer y sostenerme con mis piernas fuertes?
Tenía mucho miedo, quizá esa sea la palabra que mejor defina aquel tiempo: miedo. Miedo de todo y a todo. Miedo todos los días, miedo a un nuevo síntoma o a que los tratamientos no funcionen. Me di cuenta del gran amor que tenía a mi alrededor. La cara de mis papás siempre llenas de ánimo frente a mí aunque a mis espaldas estuvieran destrozados al verme en una camilla.
El pelo comenzó a caer, la piel se volvió mucho más sensible y no podía usar aquel maquillaje que tanta seguridad me brindaba. La ropa me lastimaba y los pómulos se me veían más que prominentes. ¿Será mi fin? ¿Cuántos días me quedarán de vida? ¿He vivido lo suficiente o me quedé con algo pendiente?
No sé de dónde pero agarraba fuerza y lo intentaba nuevamente, siempre con los ánimos de mi familia y los pocos amigos que se quedaron. Debo decir que por fortuna nunca estuve sola y lo agradezco con toda el alma. Siempre tuve columnas que no me dejaban caer incluso en mis peores días.
Los tratamientos siguieron, mi cuerpo como todo un guerrero y mi ánimo en una montaña rusa de felicidad, enojo, tristeza y desesperación. Fue mucho tiempo del peor momento de mi vida… hasta que las cosas empezaron a mejorar.
Los médicos me decían que los tratamientos estaban funcionando y ¿saben qué pensé en ese momento? ok, sí haré planes a futuro, porque me dio esperanza, ganas y ánimo. Quería vivir, recuperar mi salud y la fuerza que el cáncer me había arrebatado. Vi un brillo en los ojos de mis papás que hace mucho tiempo había desaparecido y sonreí de nuevo.
Ahora con mucho más ganas asistía a los procedimientos. Seguía el dolor, por supuesto, pero mi mente decía “aguanta, son los últimos”. En meses anteriores me sentía acabada, como si todo mi interior estuviera podrido y nada sirviera más. Ya conocía muy bien el hospital, empezaba a reconocer los términos médicos y la tecnología para los estudios. Entonces todo cambió y empecé a reconocer mis manos, mis brazos, mis piernas, mi abdomen y hasta mi rostro. Estaba “regresando”…
Aquel día, el mejor día de mi vida, el doctor tenía una sonrisa en su rostro y mis exámenes en sus manos. “El cáncer se ha ido”, me dijo. Tuve una sensación indescriptible que recorrió todo mi cuerpo. Algo como un escalofrío pero intenso y emocionante. Entonces llegó a mi rostro y las lágrimas corrieron a chorros. Me dieron muchas ganas de abrazar. Lanzar toda mi fuerza a mis brazos rodeando al doctor que con sus conocimientos sacó al cáncer de mi cuerpo.
Giré la mirada y ahí estaba mamá, agotada, aliviada, llorando como yo y con los ojos abiertos como tratando de procesar la noticia. Yo no me lo creía, mi mente se quedó en blanco por unas muy buenas horas pero al salir del consultorio con mis siguientes citas de revisión, sentí con más intensidad el sol sobre mi piel. Llegó una ráfaga de viento que me despeinó y notaba cada relieve del asfalto. Reí. Reí por primera vez en años. ¡Estaba viva!
Llegué a casa y abracé a mis perritos, pedí mi comida favorita y sentí cada hilo de las sábanas de mi cama. Valoré todo, hasta poder tener un cómodo sillón dónde sentarse a ver televisión. Aún faltaba un poco, revisiones y tratamiento para que no regrese, pero tenía la esperanza a flor de piel y ahora agradezco la sangre que corre por mis venas.
Ya me ha crecido un poco de pelo, mis uñas han mejorado y ya tengo cejas nuevamente. Mi piel ya no es tan delicada como antes y mi cuerpo ha recuperado fuerza. Soy sobreviviente del cáncer. Soy una guerrera. Soy un milagro. Soy una mujer que quiere vivir plena, valorando cada momento de esta nueva oportunidad y cuidando mi salud lo más que pueda.
Qué felicidad y emoción sentí aquel día, el mejor día de mi vida, cuando me dijeron que el cáncer se había ido de mi cuerpo.