El Distrito de Rakai, en Uganda, es el epicentro de la pandemia del SIDA y, a pesar de que han existido nuevas estrategias para reducir el número de infecciones, el SIDA es la principal causa de mortalidad en los infantes. En 2016, por ejemplo, se registraron unos 438 niños infectados al día, por lo que esta cifra alarmante nos demuestra que todos los esfuerzos por reducir la pandemia no parecen suficientes para mejorar la calidad de vida de los más pequeños en ese país. De hecho, en ese mismo año, 1.4 millones de personas vivían ya con el virus, hubieron unas 52 mil infecciones nuevas, 28 mil muertes por el virus y sólo 67 % de los adultos y 47 % de los niños recibieron retrovirales para combatirlo.
El problema con este virus, capaz de acabar a comunidades enteras, es que no existe una solución a largo plazo para combatirlo. Por más retrovirales que se difundan, la crisis en cuanto a calidad de vida no permiten una solución; vivir en una sociedad que se basa en la violencia y el abuso sexual; la falta de acceso a la educación, servicios de salud, protección social e información, crean un ambiente conflictivo que convierte a Uganda en, probablemente, el lugar más injusto del mundo.
Muchos de los niños que habitan en Rakai mueren de hambre pero antes aprenden que la diversión se encuentra en cualquier instante de calma y en ese momento de risas que, muchas veces, en el resto del mundo, pasamos desapercibido. Rakai es ese sitio en el que cada instante se agradece. En el que uno aprende que el olor del pasto, unas cajas, el árbol más alto y cualquier hilo funciona como el pedacito de alegría necesaria para olvidar la realidad y creer que es posible un mundo de infinitas opciones.
Hombres y mujeres de todas las edades deben enfrentarse a su realidad en medio de la pobreza y la crisis de salud que parece inquebrantable. De hecho, el VIH ha sido capaz de acabar generaciones enteras en diferentes comunidades por la brutal fuerza de la epidemia. Muchos padres contagiados mueren y dejan a sus hijos huérfanos, por lo que esos niños comienzan a experimentar un estado de pobreza extrema que en muchas ocasiones los lleva a infectarse con el virus y, más tarde, el virus se propaga a más jóvenes que están a su alrededor.
Sin embargo, la niñez de este país, acostumbrada a un entorno hostil que los sobrepasa, ha aprendido a encontrar un instante de paz. Aunque las cifras resultan atroces, la realidad es que, sin un sitio a dónde huir o dónde esconderse, los niños de Uganda también disfrutan, juegan, se divierten y viven una vida que para ellos es normal.
Probablemente muy pocos de ellos sueñen con un futuro lleno de riquezas, quizá su anhelo más grande sea disfrutar un banquete nocturno, tomar una clase en instalaciones adecuadas o incluso convivir con sus familias sin tener que preocuparse de la muerte prematura de algún miembro ésta.
La nula información que se da al respecto, hace que Uganda se convierta en un espacio silencioso en el que sólo la muerte es capaz de confirmar lo que alguien sospechaba. Para no preocupar a los más jóvenes, las madres callan el mal. Posiblemente se deba a que saben que sus hijos sufrirán una terrible ansiedad al saber el estigma que el VIH provoca en su comunidad, quizá no quieren que ellos se sientan culpables por ser transmisores y tratan de evitar que sientan miedo por las reacciones negativas que seguramente recibirán.
Aunado a la crisis que ha dejado el virus, los habitantes de este sitio sufren de pobreza, violencia de género, alcoholismo, inundaciones y otras epidemias. Las fotografías en blanco y negro de Anna Boyiazis nos muestran el desconcertante contraste de los habitantes de Rakai.
Su trabajo, titulado Second Wave, documenta cómo se siente ser niño en el epicentro de la pandemia del SIDA; sin embargo, Boyiazis no muestra escenas desgarradoras, en cambio, somos testigos de la realidad.
Entre tonos grisáceos somos capaces de conocer a James de 12 años, quien disfruta como nadie ese baño que realiza junto a otros bailarines que saltan rítmicamente mientras son capturados por un lente extraño.
Los niños de Rakai no se preocupan por banalidades, hacen lo que pueden para subsistir y vivir. Fahad sabe que nunca más verá a su madre y yace en su tumba mientras la lente dispara.
Un estudiante de primaria caza hormigas para comerlas más tarde, mientras que Rose, de 5 años, descubre que puede utilizar la cinta adhesiva de una caja que encontró y que con ella puede hacer los mejores lentes del mundo.
Las fotografías de Boyiazis crean un discurso tan poderoso, desde los colores hasta lo que muestran, que no es necesario decir más. Somos testigos de otra realidad; una que nos hace preguntarnos, ¿cuán idiotas somos desperdiciando cada instante y quejándonos de todo a nuestro alrededor?
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Si quieres conocer más del trabajo de Anna Boyiazis, visita su sitio aquí.