El VIH ya no es la declaración de muerte que solía ser en un inicio. Después de 35 años de investigación científica, la medicina ha logrado comprender de mejor forma cómo se comporta el virus en el organismo y desarrollar terapias y tratamientos para retrasar su evolución.
En Estados Unidos, una persona diagnosticada con VIH a los 20 años tiene una esperanza de vida media hasta los 71 (sólo siete años menos que alguien sano). En el resto de los países desarrollados, la tendencia muestra que casi la mitad de seropositivos son adultos mayores de 50 años que han envejecido con la enfermedad. De la mano de la administración de antivirales y una observación médica constante, las personas con VIH afrontan una enfermedad crónica (que no mortal) y experimentan una calidad de vida superior a la de décadas atrás; sin embargo, en el sureste de África la historia es muy distinta.
En Beira, la segunda ciudad más grande de Mozambique, los esfuerzos por contener y erradicar este virus no son suficientes. A diferencia de los países más ricos del mundo, donde las políticas de salud impulsadas por millones de dólares disminuyen lentamente la incidencia del VIH, en esta localidad de medio millón de habitantes no hay espacio para el optimismo de Occidente.
Enclavado en el delta del Río Pungwe, el caótico puerto de Beira y sus carreteras dan forma a la principal ruta comercial del sur de África, un corredor que lleva su nombre. La afluencia comercial de la zona y la idea de que es posible conseguir un trabajo aglutina a miles de personas de zonas rurales y aldeas aledañas de la región más pobre del planeta; no obstante, las oportunidades caen a cuentagotas y la mayoría subsiste de empleos informales que apenas les alcanzan para vivir.
Aquí no hay espacio para la salud: más del 21 % de la población adulta en la zona tiene VIH, una cifra alarmante encima del registro nacional que roza el 14 % en las personas entre 14 y 49 años. El grupo más vulnerable por esta situación son los niños, especialmente aquellos que no tienen familia ni quien cuide de ellos y fueron contagiados verticalmente (es decir, de madre a hijo en algún momento antes, durante o después del parto).
El fotógrafo sudafricano Gideon Mendel se dio a la tarea de internarse en las comunidades que deja a su paso el Corredor de Beira, poniendo especial atención en la vida de los huérfanos seropositivos. En un formato panorámico, capturó una poderosa serie de testimonios de personas que hacen de sus casas orfanatos y organizaciones de cuidado infantil, y otros tantos que quedan a cargo de adolescentes que luchan contra la misma enfermedad en un ambiente hostil que no les ofrece ninguna garantía.
La mayoría no tiene acceso a la educación y sólo unas pocas veces han tomado antirretrovirales, el cocktail de medicamentos que ayuda a mantener el virus a raya si se administra de forma permanente a un seropositivo. El abasto de estos fármacos no está garantizado y los niños deben recorrer decenas de kilómetros sólo para encontrar una negativa y ver cómo su salud se deteriora cada vez más.
The Children Left Behind es una denuncia sobre las paupérrimas condiciones de vida de la población; demuestra cómo una de las epidemias modernas hace estragos a decenas de miles de kilómetros de los países más desarrollados del globo, un síntoma inequívoco de la desigualdad a nivel mundial.
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