Regresa unos 15 años en el tiempo y mírate con detenimiento. ¿Qué es lo que más te preocupaba entonces? Quizá que la maestra no te atrapara cambiando tazos con los compañeros, que tu lunch incluyera unas papas o el no poder llegar a casa a tiempo para jugar con tu enorme colección de muñecos de acción, tus Barbies o tus juegos de mesa.
Los juguetes fueron parte esencial de tu formación y es por ello que desarrollaste cierto apego emocional con objetos inanimados capaces de crear nuevos mundos y enredadas aventuras, ¿no es así? ¡Qué gran invento! Sin embargo, mientras tú te divertías peinando a tus muñecas, disparando con esas armas nucleares y con artefactos realmente divertidos a un lado, los productores de juguetes en el mundo se concentraba en un solo sitio: China.
Pero el trabajo en China, el gran país asiático, nada tenía que ver la diversión. Desafortunadamente, en este lugar no había espacio para las risas y el disfrute y, a decir verdad, sigue sin haberlo como tal. Es, más bien, el país que alberga el 75 % de los juguetes fabricados en el mundo, mismos que —por lo general— son realizados por mujeres. Estas señoras, niñas y jóvenes tienen como objetivo divertir, despertar un instinto secreto e inspirar a los niños del mundo sin importar que ellas vivan con sus sueños truncados, encerradas en las fábricas por horas y sin las condiciones adecuadas en materia de salud.
Estas mujeres son contratadas en el país asiático con la finalidad de que la fabricación de esos artefactos con los que todo niño sueña, estén terminados en fechas previas a diciembre y enero, por lo general. El problema no es la manufactura y su velocidad, sino el hecho de que son explotadas y utilizadas de modo que su integridad física se ve afectada. Además, son sometidas a castigos y sanciones si no cumplen con los objetivos de la empresa, es decir, si sus producciones diarias no funcionan o no se completan, las obligan a quedarse en el lugar hasta el final sin derecho a agua y comida.
Michael Wolf, un fotógrafo preocupado por la humanidad, se dio cuenta de que la felicidad infantil en Occidente era el verdugo de las trabajadoras, porque como era de esperarse, en este tipo de empleos no hay hombres, puesto que aún en el siglo XXI, ellos son los que piensan, los que dirigen las compañías y claro, se hacen de dinero. Una vez que se enteró de las injusticias y las pocas posibilidades de crecer para ellas, se dirigió hasta China para documentar lo increíble del trabajo, pero también lo poco que se valora.
2006 fue el año que más juguetes produjo, al menos en esa década, por lo que las trabajadoras —y algún otro trabajador varón—se esforzaban el doble y por más tiempo. Así que retrató todos y cada uno de los momentos que éstos viven en las fábricas. Rodeados de cabezas de muñecas, de pelo falso, relleno, tela sintética y ojos móviles se sienten contentos cuando ven su juguete terminado, puesto que tiene calidad, son asediados por los pequeños y tienen todo lo necesario mientras cumplen con su función. No obstante, esto es a costa de un sinfín de injusticias de todo tipo.
Wolf retrata caras tristes, ojos cansados, manos heridas… pero también notó cierto conformismo en ellas, puesto que viven adoctrinadas y dispuestas para hacer lo que se les solicita, están entrenadas para obedecer órdenes y su trabajo es mecánico. Son —básicamente— esclavas modernas. Para el fotógrafo era impensable e inaceptable el hecho de tener que pensar en ellas mientras caminaba por los pasillos de las tiendas, algo que, por supuesto, nunca sucede. Pero llegó un momento en el que esto ocurrió… al menos en su mente.
Se estima que 40 millones de personas son víctimas de la esclavitud moderna y 152 millones de niños también son explotados laboralmente. Wolf es un fiel creyente de que la ONU debe corregir la situación e incluso apoya a la Organización para que ésta haga algo por las mujeres explotadas. Por ello decidió hacer esta serie fotográfica que denuncia las injusticias en China, pero pretende ser una acusación universal.
Un juguete tendría que ser sinónimo de felicidad de principio a fin, desde su creación hasta su goce, pero no lo es y mucho menos cuando eres consciente de todo lo que implica su fabricación. Wolf le llama esclavitud moderna, y es que no hay otra forma de nombrarlo.
Es por ello que montó la exposición en medio de cientos de juguetes que recolectó entre niños y adultos a los que les narraba el infierno que vivían las empleadas y así tuvieran conciencia —más aún— al momento de comprarlos para evitar la explotación. Su obra ha sido expuesta en diversos países con el objetivo de hacer conciencia y demostrar que aunque el país ejemplo fue China, hay otros lugares que exponen a sus habitantes al mismo peligro y, por desgracia, nadie consigue —o quiere— hacer algo al respecto. Wolf lo intenta denunciando con arte en éste y otros trabajos que puedes consultar en su sitio web, mismo que ha recibido críticas por hacer evidente el caótico mundo en el que nos encontramos inmersos.