No importa hacia dónde vayamos o dónde estemos, en cualquier lugar siempre nos encontraremos con las figuras míticas del underground urbano: el vagabundo, el músico, el yonqui y la prostituta. Dentro de esta “zoología citadina” de la que todos formamos parte, absolutamente nadie puede huir tan fácil, hace falta tener agallas y abandonar los sentimientos. Es preciso olvidarse de todo lo que agobia y sumergirse en una especie de autismo social que nos permita mantenernos al margen de una sociedad que parece que rechazamos pero que nos necesita para seguir existiendo.
Incluso estas leyendas subterráneas, imperceptibles aunque pasen corriendo frente a nuestros ojos, son necesarias en el paisaje urbano; son símbolos de nuestra decadencia y de lo poco que nos preocupamos por tenderle la mano al prójimo. Aquél que en sus tiempos de mayor necesidad pretende que al alzar la mirada alguien lo ayude a levantarse, prefiere buscar su propia vida antes que dejarse morir en el olvido. Se fusiona con su entorno y crea para sí mismo un mundo en el que, si bien las cosas no funcionan como deberían, al menos funcionan.
Si es que hay algo acertado en las Ciudades Invisibles de Italo Calvino, ésa es la idea de que todas las ciudades en que posamos nuestros pies se parecen unas con otras. Lo mismo pasa con la gente y es por eso que dentro de esa marginalidad los undergrounds se fusionan para dar paso e “especies” nuevas y mucho más complejas que el yonqui o la prostituta, mismos que se fusionan y crean realidades que nos duelen simplemente al verlas.
Durante un viaje por Israel —que en realidad podría ser cualquier otro sitio— la fotógrafa Emese Benko se encontró con la pequeña ciudad de Tel Aviv, que en su parte mas oscura esconde las estampas más desoladoras de un presente que nos acecha desde lejos para mostrarnos poco a poco todo el daño que le hemos hecho a la sociedad tras ignorar sus problemas y aplaudir sólo sus aciertos. Cerca de la antigua estación de autobuses de Tel Aviv se sitúa un pequeño distrito en el que las prostitutas tienen que dormir con al menos 30 personas al día para poder costearse la heroína que dejan entrar por sus venas.
Quienes pueden pagar el alquiler de un pequeño cuarto pueden sentirse afortunados en esta parte de la ciudad, pues hay mujeres que a pesar de las lluvias imparables y el frío que duele hasta lo más profundo, simplemente no tiene otra opción más que apropiarse de la acera y convertirla en cama, pues la mayoría de ellas, al menos un 70 %, provienen de países de la Antigua Unión Soviética. Desde 1990 no han dejado de llegar ilegalmente hasta las calles de Israel. Se estima que cada año llegan al menos mil prostitutas buscando una oportunidad para vivir.
Benko permaneció en el hospicio donde, por falta de voluntarios, sólo se puede atender a las chicas en horarios de 9:00 a 17:00, mismos que aprovechan para dormir, ducharse o comer algo caliente, pues a pesar de su humanidad, todos los días se enfrentan con clientes tan fríos que a veces sorprende que se trate de rabinos o algún alma cuya profesión exige un poco de sinceridad y comprensión hacia el otro. Finalmente, aunque las ciudades y las calles siempre son las mismas, entre sus calles, los especímenes cambian y se adaptan a la hostilidad y al silencio frío del hormigón que les rodea.
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Si quieres conocer más a fondo el trabajo de Emese Benko, puedes visitarla en su sitio web.