¿Acaso no buscamos la verdad y nada más que la verdad en el momento en que conocemos a alguien de quien nos sentimos totalmente flechados? Me refiero no sólo a la verdad de su vida o de sus sentimientos o de sus acciones o de sus palabras. Me refiero a penetrar hasta esa célula más apartada de su ser, saborear esa infinitesimal gota de saliva alojada en su boca, tocar la fibra más pequeña de su carne para conocer su textura y suavidad… Conocer lo que para otros sería un defecto pero para nosotros la más plena de las virtudes.
Le dije que quería saberlo todo acerca de ella, conocer cada lunar de su cuerpo, infectarme de sus virus más salvajes, incluso leer los mismos libros al mismo tiempo antes de morir. Al inicio se puso histérica, arrojando vasos, cucharas, platos y almohadas contra mí. Gritó en plena madrugada que no se había ido a vivir conmigo sólo para entregarme todo lo que es suyo y perder su personalidad, su intimidad, su individualidad.
Sobra decir que jamás había querido robarle nada de ello. Se lo mencioné a punta de gritos en mitad de la madrugada, a riesgo de despertar a los vecinos tan acostumbrados a un edificio en extremo callado. Pasadas algunas horas le pude explicar que lo único que quería era penetrarla en el misterio de sus intimidad más inusual: «déjame retratarte al natural, sin rasurarte, sin secarte, sin asearte, sin hacer nada de lo que nos hace tan artificiales. Si es preciso incluso quiero retratarte en la casa sin limpiar».
Es así como yo quería penetrar en el misterio más luminoso de mi chica. Quería conocerla con el cabello graso, la boca apestando a tabaco, su culo posado sobre la cocina con los trastes sucios desde hace tres días. Recostada sobre el lugar donde nos cocinamos exhibiendo sus axilas llenas de vello. Como única prenda de lujo, ponte encima un abrigo que te haga ver más decadente, que haga un contraste con tu apariencia de vulgar. Ella rió al escuchar esta palabra que de momento sonó tan fuerte.
Cuando hice la primera fotografía sentí que por fin había logrado corresponder a su amor: yo también iba por la casa sin ropa, mostrando mi mísero sexo sin afeitar, la barba sin arreglar, el cabello enmarañado y las axilas apestando a sudor. La casa entera estaba llena de basura, por doquier se veían las bolsas de la compra arrumbadas y los condones arrojados en las macetas.
El gato, ese maldito bicho que ella se había obstinado en llevar a la casa y bautizarlo como May, nos acompañaba a todos lados, mientras ella mostraba su cuerpo sin rasurar. Por fin estaba penetrando en la intimidad de su propia intimidad, estaba saboreando el placer de ver a una mujer sin artificios, a una dama gozando de la suciedad, del desarreglo, de una casa que comenzaba a apestar al agridulce humor de nuestras almas contaminadas.
Ella no dejaba de pasear con su cabello sin peinar a lo largo y ancho del departamento que rentábamos con tanto trabajo: ella como maestra de idiomas y yo como tatuador profesional sin una cartera sólida de clientes que presumir ante mis amigos.
La vi orinar sin vergüenza ni pudor alguno, viéndome de frente, incluso hasta salpicando fuera de la tasa (el gato lamió un poco de la orina). Mi cámara no dejaba de soltar una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho instantáneas. Ella y yo estábamos haciendo el amor por medio de las imágenes. Parecía estar borracha de fotografías cuando se metió a la regadera y comenzó a tocarse el rostro como una poseída. Pero la cámara era la encargada de meterle el demonio y, al mismo tiempo, de sacarlo de ella.
Lo que más me gustaba eran esos vellos húmedos de su entrepierna y sus axilas. Lo que otras se afanan tanto en cubrir, ella se sentía por fin orgullosa de exhibirlo ante mí. Se contoneaba ante mi objetivo y yo no hacía nada más que seguirla, persiguiendo esa intimidad que al principio se había negado a entregarme pero que ahora la seducía a darlo todo.
Cayó la noche y el gato se lamía las patas mientras ella y yo mezclábamos nuestros vellos en la cama, ignorantes de todo lo que pasaba en el edificio y la ciudad contaminada en la que vivíamos y nos amábamos. El edificio era tan sólo una célula de ese dios que nos creó para ser una pareja más de este mundo. Había cumplido mi sueño de ver en ella todo lo que siempre se había negado a mostrarme. Tan sólo quería una pizca de sus intimidad. Una muestra de que era la mujer más pura y natural de la creación. Y es que, piénsalo bien, mientras respiras allá afuera en la contaminada ciudad: ¿Acaso no buscamos la verdad y nada más que la verdad en el momento en que conocemos a alguien de quien nos sentimos totalmente flechados?
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El texto está inspirado en la obra fotográfica del brasileño Roberto Melito Junior, titulada Indoor Summer Luxury, un acercamiento íntimo a la vida de una mujer que se muestra al natural, la cual se exhibe en esta galería. La modelo que acompaña la visión de Melito es la actriz Emanoela Bernardim. Conoce más acerca de este artista brasileño en su cuenta de Instagram.
Absurda, surrealista y curiosa, así es como se puede resumir la vida, pero también la manera en que nos vemos reflejados en los ojos de la otra persona: la que nos ama pero también nos juzga, la que nos eleva al cielo pero también nos sumerge en las llamas del infierno. Estamos a merced del amor y el odio de con quien compartimos una vida en una extraña cadena de sentimientos que forman lo que llamamos enamoramiento.