Viajaba a bordo de un carro negro enorme con todos sus materiales de fotografía acomodados en la cajuela: «Guardé todo allí, una cámara extra, los casquillos de las bombillas de flash, una máquina de escribir, botas de bombero, cajas de cigarros, salami, película de infrarrojos y zapatos extras y calcetines. A partir de entonces tuve alas. Ya no tuve que esperar para que el crimen viniera a mí; podía ir tras él», escribió en su autobiografía.
Era el reportero de las calles más oscuras de Nueva York, en su elemento ocurrían los sucesos más fatídicos de la urbe; asesinatos, peleas, crímenes pasionales o percances automovilísticos. Las fotografías y las notas que redactaba bajo el amparo de las farolas eran enviadas a los rotativos principales de la ciudad: Herald Tribune, Daily News, Post o The Sun. Pronto se hizo famoso por retratar el submundo de La Gran Manzana, aquellos territorios dominados por prostitutas, vagabundos, drogadictos, mafiosos y asesinos. La nota roja se volvió su especialidad y su nombre comenzó a distinguirse de otros: “Weegee, El Famoso”.
Su verdadero nombre era Arthur H. Fellig y es considerado uno de los reporteros gráficos más famosos y prolíficos de los Estados Unidos; la colección que se tiene de sus imágenes roza los 50 mil ejemplares. Su capacidad para captar el dramatismo y la naturalidad del momento fue su característica principal. Aunque se dice que como llegaba antes que la policía a las escenas del crimen, al contar con una radio que captaba la frecuencia policial, tenía tiempo de acomodar los cuerpos a su antojo para que la fotografía fuera el doble de impactante.
No hay duda que la oscuridad era una especie de obsesión para este hombre de la cámara. Siendo así, dirigió sus pasos durante varias noches a los cines de los barrios bajos de Nueva York, no para echar una íntima mirada a las cintas que en ellos se exhibían, sino a sus espectadores. Niños, niñas, madres de familia, empleados, marineros, soldados, secretarias, viejos… todos ellos recibieron una toma de la lente de Weegee, que registraba sus modales, vicios y comportamientos bajo el amparo de las tinieblas. Las salas de cine son una extensión de la noche: en ellas se guardan secretos, se hacen confesiones, los amantes de besan, se tocan, algunas personas duermen rendidas ante el cansancio del día o el aburrimiento de la cinta. Otros sueñan despiertos con la historia que sus ojos contemplan o aprovechan para estar a escasos centímetros de la mujer o el hombre de sus sueños.
Weegee se paseaba entre las filas y butacas de los cines con cámara en mano para captar los gestos, los movimientos, las obsesiones y los deseos de los allí reunidos. Para el fotógrafo, llegar hasta lo más íntimo de Nueva York y su población significaba arriesgarse a entrar al corazón de las situaciones con tal de lograr la imagen anhelada. Esta recopilación justifica totalmente su quehacer: sin artistas de la lente como H. Fellig el mundo sería una pieza irreal, soñadora, sumida en la fantasía de la perfección. Sin ser ninguna maravilla de la fotografía, sus imágenes destacan por su honestidad y veracidad, y por una crudeza matizada por el hecho de ser en blanco y negro, lo cual les confiere un aura que resalta noche y los pecados como sus máximos referentes.
«La gente es tan maravillosa que un fotógrafo sólo tiene que esperar a ese momento sin aliento para captar lo que quiere en la película», afirmó el fotógrafo de las tinieblas neoyorquinas. En efecto, las personas, con todas sus miserias, decepciones, sueños arrastrados y vidas a la deriva, se convirtieron en los personajes centrales de toda su obra. Aparentemente simples, las imágenes tomadas en las salas de cine reflejan la realidad de una población que quizá no tenía más remedio que refugiarse en estos sitios para olvidar sus problemas, su pobreza. Para encontrar un remedio al tedio de sus empleos o de la miseria de sus aburridos barrios. Todo es posible en esos rostros risueños, desencajados, atentos, sonrientes, excitados o urgidos de sexo.
«A lo largo de mis safaris y tours de conferencias por el mundo, la gente quiere que les revele el secreto de mi éxito», dice Weegee. «Es muy simple, he sido siempre yo mismo. Por otra parte, he nacido con un fuerte complejo de inferioridad, lo qué me ha obligado a exigirme al máximo, entregando mi vida y mi energía al trabajo. Lo mío no es hobby como para los vendedores de zapatos, camareros, plomeros, peluqueros, verduleros o pedicuros, para quienes la fotografía no es más que un buen hobby».
Este hombre de origen europeo causaba tanto revuelo en la Nueva York de los 40 que fue objeto de varios libros, tal es el caso de The Naked City (1945), en el cual sus mejores fotografías exponían la cruda verdad de la “Ciudad de los Rascacielos”. Uno de los voyeristas por naturaleza más afamados de la historia de la fotografía dejó un legado importante al presentar la estética ruda y oscura de la existencia real de personajes de carne y hueso. Demasiado descarnada para ser agradable, pero demasiado sincera para no tomarla en cuenta como un trabajo de gran valía y valentía, Weegee fue un fiero documentalista que nos hizo abrir la mirada a la magia de la vida cotidiana. También nos ayudó a saber que el voyerismo se da no sólo en las salas de cine o en la noche, sino en cada paso que damos, incluso a la luz del sol.
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A través de la fotografía tenemos la oportunidad de viajar en el tiempo y ser testigos de épocas y acontecimientos que de otra manera sería imposible conocer. Es un privilegio que varios artistas de la lente hayan estado en los momentos indicados para que con un clic registraran acontecimientos que han marcado la historia del mundo. Gracias a la fotografía hemos conseguido internarnos en la escena del crimen más misteriosa del mundo y la época en la que Estados Unidos vivió una pesadilla.