Despertar en el infierno.
Eran las 5:44 de la mañana. Cientos de familias se disponían a despertar del todo, otras desayunaban, algunas más se despedían para dirigirse a su trabajo. El destino tenía otros planes —horribles planes— para los habitantes de San Juan Ixhuatepec, en Tlalnepantla.
Segundos antes, un insignificante suceso cambiaría su vida para siempre: a pocos metros de sus hogares, una tubería de sólo unos 20 centímetros de diámetro se rompió. El pequeño tubo transportaba gas LP a la planta de almacenamiento de PEMEX. La sobrecarga de uno de los depósitos ocasionó una fuga que por cerca de 10 minutos y creó una enorme nube de cientos de metros cuadrados. Sólo bastó una pequeña flama para encender casi 300 metros alrededor.
Nadie tuvo tiempo de huir. Algunos, ni siquiera de despertar. Las flamas los abrasaron por completo. De un momento a otro no sólo terminaba con sus pieles, sus huesos, también devoraban sus almas y todas sus esperanzas.
Ancianos, padres, madres, niños. El fuego no discriminó y terminó con todo. El propio suelo colapsó; el Sistema Sismológico Nacional detectó movimientos bajo la tierra debido a la explosión de la superficie. El impacto fue tal, que de las víctimas sólo se pudo reconocer el 2% de los cadáveres, debido al estado de pulverización en el que se encontraban.
Carlos Monsiváis, cronista de las glorias y los infiernos de nuestro país, hizo una crónica de San Juanico, donde se lee:
«Calor extremo, luz enceguecedora, temblores de tierra, ruinas, hoyancos, montañas de cascajo y el “diluvio ígneo” que arrasa las casas y los enseres, y profundiza el paisaje de escombros, lamentos, cuerpos calcinados dentro y fuera de las viviendas. Humo, polvo, olor omnipresente a gas.
El espectáculo convoca de inmediato las asociaciones apocalípticas que locutores y público repetirán a lo largo del día: “Esto parece el fin del mundo”. En los sitios vecinos, hombres y mujeres se arrodillan a media calle y rezan».
Pese al insuperable dolor que se sentía no sólo en la piel sino en el alma — es difícil imaginar la angustia y la desesperación de ver a tu familia incinerarse frente a tus ojos, mirar cómo todo lo que un día llamaste “casa” va cayendo bajo tus pies— la desgracia vino acompañada de manos y espíritus generosos que, desde el primer segundo, se dispusieron a ayudar.
Es verdad que desde el Ajusco se veían las enormes flamas, pero sólo quienes estaban medianamente cerca podían ayudar. Además de los bomberos —quienes inútilmente luchaban contra las flamas que duraron hasta el anochecer— cientos de personas se acercaban al lugar y se ofrecían a llevar en sus autos a las víctimas, hasta llevarlas a un lugar seguro.
En la citada crónica, Monsiváis hace un recuento de testimonios, uno de ellos, es de Juan Martín Chávez, un socorrista voluntario:
«No nos dejaban pasar, pero como a las 7 pasaron las ambulancias de mi grupo y corriendo los alcancé. Así pasamos el cordón y comenzamos a trabajar. Lo primero que vi fue a unos socorristas de la Cruz Roja que sacaban bolsas y petacas llenas de miembros humanos.
Todo olía a gas y a carne quemada. Vivos, de los habitantes no había, sólo muertos. No puedo decir cuántos vi. Si cien o mil. Tal vez exageraría o me quedaría corto. Pero eso era espantoso.
Yo creía que ya estaba curtido en eso de ver muertos y sangre, pero fue pavoroso ver cómo se revolvían cadáveres de animales y humanos. Todos los cuerpos estaban mutilados y quemados».
Una desgracia así pudo haberse evitado, según diversos diarios de circulación nacional. Las plantas de gas que existían en el lugar eran, a todas luces, un riesgo inminente para la población. Sin embargo, la necesidad —que parece ser la fuente de todos los males humanos— obligaba a los habitantes a asentar ahí sus hogares. ¿Qué otra opción puede existir entre la marginación y la pobreza?
La explosión de San Juanico ha pasado a la historia de nuestro país como uno de los sucesos más dolorosos y lamentables. No se sabe con exactitud el número de víctimas mortales, pero suman varios cientos. Si bien es imposible regresar el tiempo y prevenir una tragedia así, queda el registro fotográfico, para recordarnos este terrible suceso que no debe volver a repetirse.
Las fotografías aquí expuestas son una recopilación de Luces de San Juanico, un portal que busca recuperar la memoria perdida del sufrimiento de aquel fatídico 19 de noviembre de 1984. Algunas de ellas aparecieron en el libro El día que el fuego destruyó San Juan Ixhuatepec y otras son anónimas.
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