Lo odiamos dos veces: la primera cuando nos damos cuenta de que es imposible dominarlo y la segunda cuando descubrimos que el esperar a que haga de las suyas se vuelve una encrucijada eterna. Y es que todos —tarde que temprano, en algún momento de la corta vida que llevamos encima— nos percatarnos del hecho de que enfrentarlo es una tarea inútil; porque para nadie es un secreto que los rastros que deja su inagotable existencia, se vuelven imborrables bajo el peso de su propia esencia. Porque así es el Tiempo hoy, y porque así decidieron inventarlo, percibirlo y escenificarlo.
Y es que por más increíble que nos parezca, el Tiempo no siempre ha hecho de las suyas de la misma manera. Al igual que las circunstancias que éste crea, su percepción se ha transformado a través del espacio y del transcurrir de los años. En efecto, dado que la mente humana capta la experiencia del Tiempo pero no poseé una representación clara de ello, el Tiempo es representado mediante imágenes espaciales cuya configuración depende del significado que cada cultura, momento histórico o individuo quiera darle.
En otras palabras, el Tiempo también tiene su historia; y sólo a través del estudio de las formas en las que éste ha sido representado, podremos entender en buena medida la manera en la que se han configurado los procedimientos que utilizamos para explicar los acontecimientos del pasado. Porque el Tiempo es el encargado de construir la Historia, y a su vez la Historia también se ha dado a la tarea de construir al Tiempo mismo.
El filósofo italiano Giorgio Aganben afirma que “cada cultura es ante todo una experiencia del Tiempo”. Los griegos y romanos, por ejemplo, concebían a Cronos como un movimiento eterno, circular y sin dirección; por consiguiente, no existía un principio ni un fin. Platón y otros filósofos de la Antigüedad clásica equiparaban la experiencia del Tiempo a un gran “ciclo cósmico” que se reanudaba una y otra vez después de miles de años. Si bien, los ciclos no eran copias exactas de los anteriores, podía vislumbrase sus rasgos más característicos. Es decir, podían variar las circunstancias concretas, pero la esencia nunca cambiaba, ésta se encontraba previamente determinada por el ciclo.
En ese mismo sentido, a través de su Física, Aristóteles entendía el Tiempo como un continuum puntual infinito; o sea, como un número del movimiento según el antes y el después, donde la continuidad se encuentra garantizada por la existencia de instantes. Estos últimos definidos como los eslabones encargados de unir al pasado con el futuro, asegurando con ello la continuidad perpetua del Tiempo cíclico.
Todo lo anterior quedó plasmado en la manera en la que personajes como Heródoto, Túcides y algunos romanos construyeron la Historia como concepto. Pero quien hizo de la teoría de los ciclos una ley —nos cuenta la historiadora Catalina Balmaceda— fue Polibio. Su concepto de anaciclosis de las constituciones políticas —en el que un régimen político sigue necesariamente otro y siempre el mismo— negaba efectivamente que la Historia tuviera una dirección. Por lo tanto, esta idea de ciclo de la antigüedad tenía un marcado tinte de fatalista: todo acontecimiento está condenado a repetirse, e inevitablemente se espera la llegada de la caída o la destrucción. Y aunque es verdad que pudiera llegar a surgir otra nueva realidad, ésta también estaba destinada a sucumbir.
La experiencia cristiana del tiempo fue distinta. En ella los acontecimientos —que acumulados configuran la Historia— nunca se repiten, se siguen unos a otros de forma lineal, son finitos en su duración y tienen un fin determinado. En ese sentido, no cabe duda que la aparición del cristianismo, como lo señala Balmaceda, supuso una verdadera revolución en la interpretación del Tiempo. A partir de entonces, la encarnación de Cristo se posicionaría como el acontecimiento central del eje de la Historia en Occidente, y por ende todo se dataría con un “antes y después de Cristo”.
Un paso trascendental en el ámbito cronológico lo dio a principios del siglo VI d.C. el monje matemático oriundo de Escita Menor —en el actual territorio de Dobruja, entre Rumania y Bulgaria—, Dionisio el Exiguo. Él fue quien estableció la fecha de nacimiento de Cristo o Anno Domini; y con ello, el primer año de la “era cristiana”. Dionisio fijó dicho Anno en el 753 ad urbe condita, o “desde la fundación de Roma”. No obstante, su cálculo tuvo un margen de error de 4 a 7 años, pues se equivocó al fijar la fecha del reinado de Herodes el Grande. A partir de este hecho, los sistemas para contar el Tiempo se unificaron, pues hasta ese momento se utilizaban cronologías paralelas; es decir, se daba contabilidad de los hechos históricos utilizando las Olimpiadas griegas, la fundación de Roma, la cronología hebrea, etcétera. Por ello, el mismo acontecimiento se databa de forma distinta. Cabe aclarar que Dionisio nunca le otorgó un “año cero” a la era cristiana, pues por aquel entonces los romanos no empleaban este número en su contabilidad.
La concepción cristiana del Tiempo establecía que el mundo había sido creado de la nada y que seguía su curso una sola vez sin repetirse. En ese sentido, la interpretación cristiana de la Historia tiene una dirección y un final, representados por la Creación, la encarnación de Cristo y el Juicio Final. Según esta concepción, Cristo murió —en un tiempo medible y datable— para salvar a los hombres una sola vez y para siempre. El propio San Agustín lo decía: “el mundo creado en el Tiempo (Génesis), debe terminar en el Tiempo (Apocalipsis)”. Pero no sólo eso, sino que de acuerdo con él, el instante dentro de esta concepción se va de las manos en el momento que llega; y por lo tanto el Presente es esa fuga que sólo reconocemos cuando ésta ya se ha ido, y en su partida ha dejado de existir.
Muchos años después llegó la Edad Moderna, y junto con ella el trabajo industrial en el que los procesos transformadores de materias primas afectarían inevitablemente la experiencia humana del Tiempo. A partir de entonces sólo hay un antes y un después del proceso —concebido como “el acontecimiento”. Pero como Giorgio Aganben lo señala, esta concepción no es más que una laicización de la experiencia del Tiempo dentro de la pauta establecida con anterioridad por el cristianismo, donde la idea del fin equivale a la brecha seguida por la línea de producción.
Cabe detenernos en este punto para señalar que si bien Marx nunca elaboró una teoría del Tiempo como tal, su experiencia del mismo se relaciona con una actitud revolucionaria. En ella el ser humano es un agente activo de la Historia, y por lo tanto puede ser capaz de transformarla; pero sólo cuando rechaza al pasado y se logra revalorizar el presente, sin esperar nada en el futuro.
Por su parte, una definición importante de la experiencia del Tiempo llega en el siglo XX con el filósofo alemán Martin Heidegger, quien liga a Cronos con su famoso “ser ahí”. Por lo tanto el contenido del Tiempo, finito en su esencia, será determinado por las experiencias que cada individuo tenga, y éstas últimas estarán abiertas de forma paralela a un sinfín de posibilidades cuando se viven. Lo que Heidegger nos hace pensar con esta definición, es que el acontecimiento —o sea el “ser ahí”— no es un simple suceso que se encasilla en un bloque de tiempo numéricamente finito; sino que cualquier experiencia del Tiempo con la que nos topemos nos deja abierta la posibilidad de que algo más acontezca, y sólo de esta manera el ser humano es capaz de llegar a configurar su propio camino en el Tiempo.
¿Pero será verdad que a lo largo de toda la Historia nunca hemos podido llegar a dominar al Tiempo? De acuerdo con lo ya mencionado por Giorgio Agamben, el ser humano lo logra a través del contacto que éste ha tenido con el Placer. El único que puede quitarle al Tiempo su carácter cuantificado. Sólo a partir de la experiencia placentera se pude dejar de pensar en los instantes que infinitamente se nos escapan con la misma rapidez y consistencia con la que aparecen. De esta forma, la concepción del Tiempo de Aganben nos invita a percibir al Tiempo no como algo lineal o circular, sino como un prisma cuya figura y contenido dependerá de lo que individualmente nos acontece; como sujetos errantes de un mundo que ha sido encapsulado por la experiencia del ser en el Tiempo.
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Históricamente, el siglo XX estuvo marcado por genocidios que cambiaron a la humanidad. Debemos conocer y recordar cada uno de ellos, para tener siempre en mente que jamás será válido atentar en contra de la vida de millones sólo por ganar guerras inútiles y despiadadas.