Si he de confesar mis pecados como mexicano, lo haré sin esperar absolución de la Patria: En estos momentos ignoro si México pertenece al surrealismo o al realismo mágico. Acepto que, desde tiempos remotos en una vida muy a la mexicana (pues no conozco otro país), tuve el descaro de describir la “mexicanidad” con la poesía como bandera tricolor. Aunque las críticas fueron inevitables, encontré en la música folklórica el ritmo y la rima necesarios para estructurar el rostro de un país cuya identidad está oculta entre las grecas aztecas y las curvas de una botella retornable de Coca-Cola light (misma que hace que los siete tacos al pastor no sean los Siete Pecados Capitales que representa el paquete calórico que pensamos que son).
México es un país que a veces me deja escaldada la lengua: Lugar donde su gobernante declara que no se levanta todos los días pensando en “joder a México”, cuando su principal problema es que no se levanta pensando; donde el director técnico de su selección nacional era extranjero y usaba corbatas de seda china con figuritas de dragones porque así se lo dijo su “bruja personal”; donde hay gente que responde a la pregunta “¿Cuáles son tus novelas favoritas?” con un “Las de Juan Osorio”; donde creemos que cantar Cielito Lindo es como rezar tres rosarios completos ante la tragedia cómica que es esa religión (única aceptada por la laicidad) que mejor conocemos como “fútbol”; donde la puntualidad es mal vista y llega a considerarse una falta de respeto; donde la primera actriz habla de Política y los políticos hablan de primeras actrices; donde el primer derecho del ciudadano es aquello de lo que todos los ciudadanos carecemos.
México es un país en el que no cabe la crítica constructiva, porque criticar nuestros errores y carencias nos coloca la etiqueta de “apátridas”, cuando ellos –los ahora apátridas– sólo trataban de decirnos en qué nos estamos equivocando para ser lo más constructivos en el margen de nuestras posibilidades. México es historia mal escrita pero bien entendida: Aquí el héroe puede serlo a pesar de las fechorías, y el villano puede realizarse como tal a pesar de las buenas intenciones.
Tratar de darle un sentido a la disyuntiva entre lo mexicano y lo extranjero es un acto que toca las puntas de la fantasía, de lo irrealizable. Encontrar la identidad del mexicano del siglo XXI es un trabajo artesanal casi imposible de terminar porque no se puede encontrar lo que no se conoce, lo que no tiene nombre y, por consecuencia, no tiene cartografía.
México es de esos sueños que se sueñan sin la necesidad de dormir. No hay nada más bello que recitar poesía de Nezahualcóyotl en castellano, porque lo sabemos: México no es lo autóctono, aquello que nos hizo en un momento histórico y que desapareció en otro. ¿México es el sueño del conquistador? Pensar en este país como un hupil, como un cuadro de Frida Kahlo, como una canción de José Alfredo Jiménez, como una película de Pedro Infante o, en su defecto, como el fruto de nuestro Árbol del Conocimiento (el chile), es un error. Al menos así lo considero.
Pensar y repensar El laberinto de la soledad no nos llevará a nada bueno. Lo que Paz dice, en paz se va. La crítica al pachuco, a la Malinche y al Día de Muertos se queda corta ante las realidades expuestas en libros como Vocación y Estilo del Mexicano o el más reciente Vecinos Distantes. Este país no está perdido en el laberinto, sino que ya se instaló en él y brinda al ritmo del jarabe tapatío y al clin-clan de los caballitos de tequila con una señora medio rara llamada Soledad.
Así, ante el desconcierto, México se presenta como un rompecabezas al que le falta una pieza, o lo que es peor, un rompecabezas cuyas piezas no embonan. Esta realidad, que ignoro si es real pues es mera especulación, no debe ser motivo de tristeza, sino todo lo contrario, debería impulsarnos. La cultura mexicana es producto de una ruptura que propone la creación. El tema del “mexicano” como individuo debe interesar a todo aquel que se proponga cambiar al país que tanto le ha dado. El mexicano es un factor que produce la causa común. Poner los ojos sobre el individuo nos lleva a analizar su cotidianidad y la incongruencia que muchas veces lo representa.
La búsqueda de una identidad nacional nos tomaría muchos años, muchas décadas y muchos más siglos. México no se cambia de la noche a la mañana, no hay sexenio que aguante una reforma cultural, no hay líder que pueda transformar la vida de más de 120 millones de personas si cada una de éstas no se hace responsable de su destino.
Cuando estaba a punto de ponerle punto final a un ensayo maltitulado “Genealogía del macho mexicano”, un amigo escritor argentino se tomó la libertad de leerlo para después decirme: “Diego, este ensayo es tu retrato”. Ante tal amenaza psicoanalítica, sólo fui capaz de responder con una frase que terminó por aceptar la estocada: “Pues claro: Soy mexicano”.
En México, lo que hiere es motivo de alegría. La búsqueda de la mexicanidad es una regocijante tortura que nos condiciona a mirar el pasado para fingir volver a crear un presente que malcreíamos hecho y poder así estructurar un futuro inconexo.
El relato del ensayista que se aventura a descifrar lo indescifrable pertenece a la traducción. No hay peor forma de darse cuenta del sinsentido mexicano que cuando nos vemos en la necesidad de explicarle nuestro país al extranjero. Aún recuerdo a aquella gringa que se atrevió a preguntarme si aquí sacábamos las pistolas en la party; todavía me río frente a la cuestión: ¿Por qué en México las trabajadoras domésticas terminan siendo “señoras de la casa”? Ante los ojos del extranjero hay un México que los mexicanos desconocemos, pero que bien hemos promovido con productos Made in Mexico. Si un taco es Taco Bell, entonces la tortilla es invento de San Charbel. El extranjero nos inventa y reinventa con los recursos de los que tristemente dispone, colocándonos ante los ojos del mundo en la confusión cultural.
No existe traducción de lo mexicano porque los mexicanos no hemos aprendido a entender nuestro propio país. La obligación de los nuevos líderes es conocer el factor humano del Estado que planean dirigir. Responsabilidad que tenemos todos. Este país no puede seguir a la deriva, en la búsqueda de un puerto para encallar. La realidad nos exige que seamos nosotros, los mismos mexicanos, quienes nos propongamos la búsqueda de nuestro “propio yo” que anda medio perdido en quién sabe dónde. México no vive varado en el laberinto de la soledad, pues puede aprender a convivir consigo mismo. En esto creo. No tengo más, por ahora.