Si preguntas en La Habana por José María López LLedín es casi seguro que nadie sepa contestar. Si preguntas en cambio por el Caballero de París, incluso pueden guiarte hasta la estatua que lo ha inmortalizado en la Plaza de San Francisco de Asís, ubicada en el centro histórico de la capital cubana.
Este singular personaje no fue por su nacimiento ni cubano ni francés. Nació el 30 de diciembre de 1899, cuarto de once hermanos, en la provincia de Lugo, España y emigró con doce años a Cuba, donde fue albergado por un tío y trabajó en diversos oficios: una bodega, una tienda de flores, como sastre, una tienda libros, algunos hoteles. Dicen que estuvo a punto de casarse pero su prometida murió joven.
Paradójicamente su mayor perjuicio fue también el motivo de su trascendencia en la cultura popular cubana: fue un vagabundo que sufrió de parafrenia.
Estuvo en prisión por razones poco esclarecidas. Algunos afirman que a causa de injustas acusaciones por robo en una casa donde trabajaba como doméstico, otros exponen que por la venta de falsos billetes de lotería, o incluso por asesinato. Lo cierto es que al salir de su condena, su salud mental mostraría serios deterioros y nada pudo revertir su lamentable condición.
Así, deambuló por las calles habaneras con su capa negra, sus cabellos y su barba larguísimos, ostentando su autoproclamado título de “caballero”. Interactuó a veces con los transeúntes, muchos de los cuales aún viven y conservan atractivos recuerdos del pintoresco vagabundo, quien llegó a tener incluso la prebenda de comer gratis en los centros gastronómicos de la ciudad. Jamás salió de los límites de La Habana. Solía tocar a las puertas de algunas casas y entregar a quien le atendiera frases escritas sin mucho sentido. No pedía nada.
Cuando comenzó a deambular por las calles, su familia trató de ayudarlo y pensaron que lo mejor sería regresarlo a su pueblo natal para vivir con sus padres. Cuando le comunicaron esta decisión, el Caballero perdió los estribos y manifestó que se suicidaría arrojándose al mar. La familia desistió entonces y el resultado fue la distancia entre ellos. Él se resistió incluso a recibir ayuda y dinero de su parte nunca más.
Cuando su estado mental se tornó crítico fue internado en el Hospital Psiquiátrico de La Habana donde fue atendido por el doctor Luis Calzadilla Fierro, con quien llegó a tener gran afinidad. Más tarde el propio doctor le dedicó un libro. La razón fundamental para su internamiento no fue agresividad, sino su estado físico deplorable. En el hospital fue bañado y su pelo fue lavado y arreglado en una larga trenza. Le suministraron comida y ropa limpia, incluso un traje negro como él solía vestir.
Murió el 11 de julio de 1985, a la edad de ochenta y seis años. Inicialmente, fue enterrado en el cementerio de Santiago de las Vegas en La Habana. Sin embargo, sus restos fueron exhumados por Eusebio Leal Spengler, historiador de la capital cubana, y trasladados al Convento de San Francisco de Asís. Cuenta en su libro el doctor Calzadilla, quien estuvo siempre atento en los finales del Caballero, que cuando estaba casi moribundo expresó: “No me llame Caballero, estos ya no son tiempos de monarquía”. ¿Por qué esta declaración? Nadie lo supo.
Ha sido inspiración para artistas e intelectuales cubanos. Y es que la magia que emanaba de su figura, su gracia, su aspecto anacrónico e indefenso, le convirtieron en unos de esos típicos personajes que quedan tatuados en la memoria colectiva y el patrimonio cultural de los pueblos.