Hoy podrías pasar por el evento más significativo de tu vida; el momento más feliz o el más trágico podría ocurrirte en sólo unos minutos. Las cosas trascendentes no avisan su llegada: suceden y punto. A veces, el destino nos pone en el lugar y tiempo exactos para dejarnos tomar la decisión que marcará para siempre el transcurso del resto de nuestra existencia.
Eso le sucedió a Rafael Hernández la mañana del 11 de septiembre de 2001: el derribamiento de las Torres Gemelas; un evento que sacudió al mundo entero y su vida. En sólo unos cuantos minutos, todo el planeta quedó atónito ante las imágenes de Nueva York en llamas; gente cubierta de ceniza corriendo y gritando por doquier. Pánico, caos y horror.
Rafael Hernández era un bombero mexicano que, como millones más, fue a Estados Unidos en busca de mejorar sus condiciones de vida y la de su familia. Rentaba una habitación en Queens, junto con otro de sus compañeros migrantes. Había obtenido un empleo como vendedor en una tienda de televisiones; donde, durante seis semanas, había trabajado sin parar.
Fue hasta entonces cuando su jefe le dio algunos días libres, mismos que Hernández aprovechó para planear junto con con su compañero un viaje a Atlantic City. Ese día verían a unas amigas peruanas en Nueva York. Al salir del metro, se dispusieron a caminar tranquilamente por las calles. De pronto, se escuchó una terrible explosión a sus espaldas. Al ver caer millones de pedazos de metal y papeles, corrieron para salvar su vida.
Fue el instinto más que la razón lo que empujó a Hernández a dejar a su amigo y correr en dirección contraria: hacia el atentado. Al llegar, mostró su placa y explicó que era bombero mexicano y que quería ayudar, le ofrecieron algunos elementos del equipo de protección, pero un oficial le hizo ver que no contaba con el material suficiente para mantenerse a salvo. Hernández, sin embargo, no pudo ser indiferente ante tanta urgencia humanitaria e insistió en ayudar.
Vio cosas terribles; personas lanzándose del edificio por la desesperación de no poder evacuar; cientos de personas corriendo despavoridas intentando conservar su vida. Hernández recordaba con una particular emoción cómo salvó la vida de una mujer y su hija. Ella se encontraba embarazada y él la ayudó a salir sana y salva.
La actitud altruista del mexicano no se detuvo ahí; durante los meses siguientes, Hernández se dedicó a ayudar a alzar los escombros de la después llamada Zona Cero.
Lamentablemente, lo problemas respiratorios no se hicieron esperar, Hernández sentía un extraño cosquilleo en el pecho que no lo dejaba respirar. Sin embargo, la consciencia de ayudar a otros lo obligó a seguir en el lugar y no detenerse en la búsqueda de personas con vida. Él había participado en otros rescates en la Ciudad de México y entendía la urgencia que implicaba ayudar en ese momento. Sin embargo, los años pasaron y su salud siguió deteriorándose.
Aunque él estaba consciente de que no se trataba de una cuestión monetaria, sino humana, seguía esperando el cumplimiento de la promesa del gobierno estadounidense, quien afirmó que lo ayudaría económicamente y le proporcionaría la atención médica necesaria para solventar los daños ocurridos. Esta ayuda nunca llegó.
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Rafael no fue el único inmigrante que ayudó a las labores de rescate, incluso, él encabezaba el movimiento de todas las personas en su misma condición, en exigencia del cumplimiento gubernamental. Sin embargo, la muerte se le adelantó y fue encontrado sin vida por su compañero de cuarto el 25 de septiembre de 2011. El daño respiratorio causado por lo inhalado el día de los atentados terminó con su vida diez años después, en el mismo departamento de Queens de donde aquél 11 de septiembre de 2001 salió sin saber lo que el destino le deparaba.
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Referencias:
The Huffington Post
Semanario Proceso
Zócalo